Luis Landero (1948) es sin duda una de las figuras señeras de nuestra literatura. Aunque no me atrevo a decir que sus novelas se cuenten como éxitos editoriales, sí pienso que se trata de un autor de culto, es decir, alguien cuya obra es muy apreciada por los escritores contemporáneos, aunque no sea de lectura masiva. Un reconocimiento avalado por una extensa nómina de premios.
El escritor extremeño, madrileño de
adopción, es un maestro del estilo conocido como realismo psicológico o
novela psicológica, en la que lo fundamental es la caracterización de los
personajes. Landero los perfila minuciosamente, como un paciente artesano,
hasta conseguir un fiel retrato de los mismos, de sus afanes y contradicciones.
Mediante sus protagonistas se interroga a sí mismo y a nosotros, con matiz
existencialista, sobre el sentido de la vida; la importancia del azar o el
destino; sobre el fracaso de las expectativas vitales y la importancia de
aceptarnos como somos. La respuesta del lector puede ser variable, pero casi
siempre, se ve reflejado en muchas de las inquietudes y actitudes de los
personajes. En el perfil de éstos predomina la derrota y la desilusión, el
pesimismo filosófico del sinsentido vital. Pero es variable la
adaptación a ese contexto de expectativas frustradas. En Juegos de la edad
tardía (1989), Gregorio Olias desdobla su personalidad y crea un
personaje, entre quijotesco y pícaro en el que queda atrapado y, a pesar de
todo, el desenlace trasciende optimismo. En Lluvia fina(2019), los protagonistas oscilan entre el rencor y el sentimiento de culpa
para justificar su personal fracaso. En la novela que hoy comento, quizás la
más introspectiva de las tres, el retrato psicológico adquiere incluso rasgos
de perversión moral. Parecería pues que en ésta, una cierta tendencia pesimista
del escritor se transmite a sus personajes.
En La vida negociable (2017) el
protagonista, Hugo Bayo, de profesión peluquero, comienza llamando la
atención de sus clientes cuando se dispone a contarles su conflictiva
adolescencia. En fin, un narrador protagonista en primera persona que, en
apariencia, busca la comprensión de su audiencia, en un tono que sugiere
redención o expiación de sus faltas. Esta primera escena, como otras partes del
relato, estará sometida a pequeños giros, tan significativos que son capaces de
mantener la atención del lector. Porque es un cierto halo de misterio e
indefinición en las fluctuaciones de la trama argumental lo que nos mantiene en
espera de un desenlace que tiene siempre algo de imprevisible.
El carácter del adolescente tiene
mucho de negativo: El abandono familiar, entre una madre joven y admirada y un
padre mayor, religioso, moralista y algo grotesco, pero ambos ausentes y poco
cuidados de su educación. Un carácter perezoso e inmaduro, pero muy creído de
su propia inteligencia. Frente al fracaso ante expectativas realistas, el joven
se refugia en fantásticos proyectos de
vida aventurera o riqueza conseguida sin esfuerzo.
En una primera parte, Hugo
cuenta sus andanzas por un barrio madrileño a la orilla del Manzanares, hace
amistad con Leo, una chica de sexualidad ambigua y modales varoniles,
que en una segunda parte será su peculiar y agresiva esposa. También con Marco,
un chico tímido que lo admira. Sus primeras experiencias sexuales con ambos
serán un tanto disfuncionales, buscando el poder que otorga la posesión y el
abuso, con escenas de dominio y sumisión que se aproximan a lo sadomasoquista. Sus padres, por separado le confían sendos
secretos que él utiliza en su propio beneficio mediante el chantaje. Esto
desencadena una serie de acontecimientos dramáticos que culminan con la ruina y
disgregación familiar.
Si bien los actos de Hugo lo retratan
como un canalla ante nuestros ojos, la intención de Landero no es
moralista, solo pretende demostrar las contradicciones y complejidad de la
condición humana. En su héroe, o más bien anti-héroe, mezcla virtudes y
defectos, y lo hace oscilar entre inspirados arrebatos de fantasía y momentos
de desaliento.
Si la primera parte tiende a lo
dramático, la segunda adopta tonos de comedia que incluso llegan al esperpento.
La mili, como línea divisoria hacia la edad adulta, lo enfrenta al mundo real y
a la necesidad de supervivencia. Descubre sus grandes aptitudes como peluquero
y no tarda en triunfar en la profesión. No por ello abandona otros proyectos
vitales, más o menos ilusorios. Pero el azar o el fatalismo lo derivan con
insistencia a un repetido ciclo de ilusión- fracaso- desilusión, y al obligado
retorno a la peluquería, profesión que Hugo desprecia por no estar a su altura.
A final, negocia consigo mismo, se adapta y encuentra la deseada paz. El
olvido, la separación de sus padres y la reconciliación con el pasado, lo
llevan a una investigación para encontrarlos. Es el desenlace amable y emotivo
que Landero nos ofrece en sus novelas que, sin embargo, queda parcialmente
indefinido y abierto a la interpretación del lector.
En cuanto a la estructura narrativa,
quiero destacar los diálogos, imprescindibles para enmarcar con precisión la
acción. Pero sobre todo predomina el flujo de conciencia del protagonista que
define su inestable personalidad. Intercaladas en este monólogo interior
aparecen profundas reflexiones que parecen más propias del pensamiento e ideas
del escritor.
En lo referente al lenguaje se le
pueden aplicar todos los calificativos que definen el estilo del escritor: en
apariencia sencillo pero profundo en el contenido, elegante y preciso. Como
nota de humor, la introducción de algún neologismo de su invención. En esta
novela destaca el término “pelucandos” para designar a los clientes de
la peluquería.
Luis Landero renuncia voluntariamente, aquí y de nuevo, a ser
un superventas. Pero no se le puede negar que busca en sus novelas la
complicidad del lector y le hace reflexionar. Creo que se trata de un autor
necesario sí se quiere ir un paso más allá de la pura distracción.
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