jueves, 27 de noviembre de 2014

ALGUIEN DICE TU NOMBRE. Luis García Montero

Cuando los teóricos o críticos literarios se proponen relacionar la biografía de un escritor con su obra, suelen encontrar en esta última, tanto en el plano conceptual como estilístico, ciertas ideas, temas o impresiones recurrentes. Son la impronta que el autor deja en sus escritos, el trasunto o reflejo de su educación y formación, de los asuntos o cosas que lo obsesionan o apasionan, en suma de su propia experiencia vital.  En muchas ocasiones esa especie de huella queda implícita, sólo aparente y revelada a través de envolturas simbólicas o analógicas. En otras, por el contrario, la marca subjetiva del escritor es precisa y explícita, como en el caso que nos ocupa.
Luis García Montero (1958) es un poeta vocacional, político por compromiso y profesor de Literatura de profesión, y estos tres aspectos están perfectamente integrados en su personalidad literaria. En su juventud inició su formación en la Universidad de Granada, en el ambiente social y político del franquismo tardío, envuelto en una atmosfera opresiva propiciada por los últimos estertores represivos del caduco régimen. Desarrolló la mayor parte de su producción poética en la década de los 80 y expuso sus ideas sobre este género en manifiestos y ensayos, con títulos sugerentes y algo ostentosos tales como poesía de la experiencia o la nueva sentimentalidad. Dicen los entendidos que estos conceptos expresan la intención del poeta, que intenta diluir su propia subjetividad en la experiencia colectiva, y añaden que la poesía del escritor granadino destaca por su narrativismo histórico-biográfico. No he leído ninguno de sus poemas, pero puedo añadir que en su narrativa resalta igualmente el componente autobiográfico y la expresividad poética. No hace mucho que leí sus ensayos en Una forma de resistencia (2012), y ahora, en esta novela, encuentro de nuevo esos elementos que al parecer definen toda su obra.
         Alguien dice tu nombre (2013) es una historia de amor. La de un estudiante, con vocación de escritor, y su iniciación sentimental en brazos de la mujer madura - la paráfrasis es intencionada, por cierta analogía temática con la novela de ese título -  al tiempo que descubre la literatura como un medio eficaz para aliviar sus propias tensiones y ajustar cuentas con la cruda realidad social que le rodea. El protagonista, León Egea, nos cuenta en primera persona sus experiencias en Granada, durante el verano de 1963, en las vacaciones de su primer curso de licenciatura. El trabajo temporal en una editorial  le aporta un mínimo de independencia necesaria para comenzar su personal maduración, salvando su inseguridad e inexperiencia gracias a Consuelo Astorga, generosa, serena e independiente, que sabe moderar sus juveniles y tormentosas emociones y le aporta estabilidad. El ambiente de indiferencia y resignación predominante en la sociedad granadina de la época, provinciana y gris, subleva al joven y su rebeldía le induce a escribir su experiencia durante aquel verano, como una forma de resistencia.
         La novela tiene, como ya se ha anticipado, un importante componente autobiográfico. El formato de memorias otorga al protagonista el papel de narrador y la consecuencia es que el retrato psicológico del resto de personajes es subjetivo, o dicho de otra forma, son la visión personal de aquel sobre éstos. Este enfoque tiene trascendencia en el desarrollo de la trama argumental porque mantiene sobre dichos personajes cierto punto de indefinición que incita la curiosidad del lector y mantiene su atención sobre una historia de apariencia sencilla en la que intuimos aspectos no desvelados, o poco entendidos, que se manifiestan en el sorprendente e imprevisible final que recuerda un desenlace típico del  género policíaco.
         La novela es además  un homenaje a la Literatura, en el que se citan de pasada los escritores y poetas favoritos del escritor, y en ocasiones el relato sirve de pretexto para evidenciar sus ideas sobre teoría literaria. Tampoco se puede negar el amor de García Montero por su patria chica, que roza el chauvinismo narcisista. Las descripciones de Granada y sus calles son frecuentes y precisas,  y a  todos los que allí hemos vivido durante algún tiempo nos hace evocar los paseos por el Salón y las riberas del Genil, los cafés del Suizo, o la algarabía canora de los gorriones en plaza Trinidad.
         En fin, estamos ante una novela interesante en la que, una vez más, el autor despliega sus principales activos, estilo sencillo y directo, habilidad con el lenguaje y una contrastada sensibilidad poética capaz de embellecer los sentimientos y dignificar los aspectos más prosaicos de la vida.    


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