En una céntrica plaza de
mi ciudad se levanta el monumento
conocido como “de las Batallas”, dedicado a dos de ellas, famosas
victorias de cristianos contra moros y
de patriotas españoles contra Napoleón. Fue mandado erigir a principios del
siglo XX patrocinado por un político conservador e “ilustre prócer” local, eso
sí, sufragado mediante suscripción
popular. Se trata de un plinto trapezoidal en piedra con sendos grupos
escultóricos en bronce alusivos a las
batallas, rematado todo por una gran columna coronada a su vez por una Niké
victoriosa. Durante años lo he mirado al pasar por el lugar pero hasta hace
poco no lo he visto realmente, es decir, no lo he observado o analizado. Fruto
de este examen visual son las
reflexiones que siguen.
Niké nació como diosa menor de la mitología griega, tan aficionada a
deificar las ideas y virtudes humanas y
a humanizar a sus dioses. Es la personificación de la victoria en la guerra y
también la deportiva que, al fin y al cabo,
es una forma simbólica de competición guerrera. Las fuentes míticas no coinciden sobre sus
ancestros, unas la hacen hija de Zeus y otras del titán Palas, pero todas
coinciden en representarla como doncella alada en actitud de correr. Siendo la
guerra y el deporte actividades propias de hombres en el mundo antiguo (Ares y
Zeus olímpico eran sus dioses protectores) puede resultar paradójico que Niké
se represente como mujer. No lo es tanto si se piensa que la mentalidad
patriarcal consideraba a las mujeres seres volubles, caprichosos e inconstantes
(“la donna è mobile qual piuma al vento” – Rigoletto). La actitud de
correr y las alas implican rapidez, pero el vuelo además de movimiento rápido
supone, al menos en las aves, frecuente cambio de dirección y sentido. Así la
victoria, mujer alada, mejor si es rápida pero también es inconstante y cambia
con frecuencia de bando. No en balde “voluble” y “volar” parecen
tener la misma raíz fonética.
Los atenienses del siglo
V a.C. después de derrotar a los persas en las guerras médicas y tras la
decisiva victoria naval de Salamina (480 a.C.), dueños de un imperio marítimo en el
Egeo, asimilaron a Niké con su diosa Atenea y orgullosos de sus triunfos
le consagraron un pequeño y elegante templo jónico en el lado oeste de la Acrópolis, junto a la
entrada de los Propileos. La imagen de la diosa que albergaba la cella
era también conocida como Niké Aptera (victoria sin alas) queriendo con
ello simbolizar que nunca se movería de Atenas. Menos de un siglo después (414 a.C.) la flota ateniense fue destruida en el puerto siciliano de Siracusa mientras que sus hoplitas
eran masacrados por la caballería siracusana en las marismas que rodeaban la
ciudad. La Niké Aptera
no voló pero sin duda salió corriendo del templo porque fue el fin de la hegemonía
de Atenas.
Niké se hacía acompañar a veces por Feme
(la Fama),
otra doncella alada que pregonaba la victoria tocando una trompeta. Esta diosa
era aún más voluble y caprichosa que su compañera porque en ocasiones también
cantaba las derrotas famosas de los griegos como fue el caso de “las
Termópilas”.
En la cultura latina llamaron
Victoria a Niké y la dotaron de
dos nuevos atributos que reforzaban el simbolismo guerrero de la misma, la
corona de laurel y la palma. El laurel era el árbol resultante de la
metamorfosis de la ninfa Dafne perseguida por Apolo. El dios enamorado trenzó
dos de sus ramas en una corona que en principio era otorgada como premio
deportivo a los vencedores de los juegos Píticos y Olímpicos. Los romanos, ya
en tiempos de la República,convirtieron la corona de laurel en símbolo de victoria militar. En los
desfiles triunfales que terminaban en el Capitolio de Roma un esclavo sujetaba
la corona de laurel sobre la cabeza del general vencedor.
En la parte oriental del
imperio la Victoria
fue representada con una palma como símbolo triunfal. Nada extraño si se
considera que las palmeras abundaban en los oasis de Oriente Medio y la escasez
de laureles en aquellas latitudes.
El cristianismo acabó
con el mito de Niké pero conservó sus símbolos triunfales, en especial
la palma. Jesús hizo su entrada triunfal en Jerusalén rodeado de palmas y a los
primeros cristianos perseguidos se les concedía “la palma del martirio”. A
muchos santos se les representa con una palma. Está el caso concreto de Santa
Catalina de Alejandría la patrona de mi ciudad. Algunos la consideran como una
creación mítico-literaria del cristianismo como contrapunto de la filosofa
alejandrina Hipatia, la primera mártir pagana. En cualquier caso, mito o real,
a Santa Catalina se la representa con la rueda con pinchos, rota milagrosamente
mientras la torturaban, y la palma del martirio final símbolo del triunfo
frente al paganismo.
A partir del
Renacimiento se consolidó definitivamente la evolución de la antigua diosa Niké
desde el mito al símbolo. Su imagen o sus atributos fueron profusamente
representados como alegoría de la victoria en pintura y escultura.
En el siglo XX las ideologías totalitarias,
fascismo, nazismo y comunismo abusaron de estos símbolos de triunfo y victoria.
Quizás por eso preferimos actualmente destacar el triunfo deportivo sobre el
militar. Una Niké con corona de laurel aparece en el anverso de las
medallas olímpicas, su nombre es la
marca comercial de una conocida empresa de artículos deportivos y sus
alas esquematizadas figuran en el logotipo de dicha marca. Todo un símbolo de
la niké del capitalismo.
Lope de Sosa