En el caso
del libro que nos ocupa hoy es probable que muchos hayamos visionado
antes su versión cinematográfica. Me refiero a El pianista (2002) de Roman Polanski, protagonizada por Adrien Brody, ganadora de
tres Oscar y Palma de Oro en Cannes. En contra de lo que suele ser habitual, en
este caso la película no desmerece la comparación con su original literario al
que es absolutamente fiel e incluso mejora en algunos aspectos porque nos
permite disfrutar de la música y a
través de la misma entendemos mejor la sintonía estética y emocional entre la
víctima y su inesperado salvador.
El pianista
del gueto de Varsovia es una memoria autobiográfica que, pese a su
crudo realismo, tiene elementos que la equiparan a la mejor narrativa. Para
empezar su gestación tiene de por sí aspectos novelescos. Fue dictada por Wladislaw Szpilman
(1911-2000), un pianista y compositor polaco de origen judío, que cuenta sus
vivencias durante la ocupación alemana de Varsovia. Este tipo de relatos suelen escribirse con el paso de los años, cuando el distanciamiento de los hechos
facilita la objetividad. Pero en este caso los recuerdos fueron editados por así decirlo en
caliente, justo recién terminada la guerra en el año 1946. Su amigo Jerzy
Waldorff fue quién los recogió y les dio forma literaria, y es precisamente
este compilador quién manifiesta en el epílogo algo que captamos claramente
mientras leemos el libro; la ausencia de resentimiento o
voluntad de venganza en el protagonista, que relata los hechos totalmente
despojados de cobertura emotiva. Una frialdad inconcebible en quién acaba de
superar seis años de terribles sufrimientos, quizás justificable por esa
especie de aturdimiento o insensibilidad emocional que los psicólogos explican
como un mecanismo defensivo ante el dolor insufrible.
Las memorias, editadas como digo en
1946 con el título de Muerte de una ciudad, fueron inmediatamente
retiradas por las nuevas autoridades comunistas polacas que al parecer no
compartían algunas opiniones sobre la guerra. A fin de cuentas los
totalitarismos, incluso de signo político opuesto, tienen la censura como punto
en común. Finalmente fueron de nuevo editadas en 1998 y Wladislaw Szpilman
alcanzó con ellas el reconocimiento internacional dos años antes de su muerte.
El relato cuenta en primera persona
las vivencias del pianista durante los años de guerra, el progresivo
aislamiento y degradación de los judíos en el gueto, la deportación
hacia el exterminio en Treblinka de toda su familia, la sublevación de
Varsovia, la destrucción final de la ciudad. Se trata pues de un relato
de supervivencia, un continuo esconderse de los alemanes, ayudado por amigos y
traicionado o delatado por cobardes colaboracionistas hasta ser descubierto
por el capitán alemán Wilm Hosenfeld, un bávaro católico y patriota, que
se avergüenza de las atrocidades nazis y lo ayuda a sobrevivir unas semanas antes de la liberación de la
ciudad. Un benefactor al que el pianista no pudo devolver el socorro cuando fue
deportado a un campo de prisioneros ruso.
Esta increíble supervivencia gracias a
la suerte y la intuición, en un medio hostil, solo y con agobiante escasez de
recursos, es lo que aporta a la historia un cierto aire novelesco y por eso,
estableciendo comparaciones con la ficción narrativa, algunos llamaron al
protagonista, el Robinson Crusoe polaco.
No voy a insistir sobre aspectos
particulares del relato. A estas alturas todos estamos muy familiarizados con
los detalles del holocausto judío a pesar de que algunos aún sigan negándolo.
Sí voy a destacar algo anecdótico pero importante en mi opinión. Me refiero a
la música como único elemento emotivo que hace de vínculo e hilo conductor
sensorial y sensible de la historia. Me refiero en concreto a ese Nocturno
en Do sostenido menor de Chopin que interpretaba el pianista en la
radio polaca cuando una bomba interrumpió la emisión durante la invasión
alemana; el mismo que toca en un piano desafinado ante Wilm Hosenfeld y
el primero que vuelve a interpretar, de nuevo en la radio, tras la liberación de la
ciudad, como un “Decíamos ayer” de Fray Luis de León después de seis
años inquisitoriales. Quien conozca esta pieza o la haya escuchado en la
película, y capte su nostálgica tristeza, comprenderá bien ese vínculo estético
pero fuertemente emotivo en el contexto de la historia.