Se celebra en nuestra
ciudad una nueva edición del Concurso de
Piano, un certamen ya tradicional que ha alcanzado cierto prestigio
internacional si se considera la calidad creciente de los participantes que
acuden desde lugares tan remotos como Japón, Rusia, o América. Un año más hemos
asistido al concierto inaugural que suele ser interpretado por un pianista
consagrado que formará parte del jurado del concurso. En esta ocasión el
elegido ha sido el pianista alemán Volker
Banfield, educado en su madurez en Estados Unidos y de larga trayectoria
profesional.
En estas actuaciones preliminares al concurso los intérpretes suelen elegir obras que
destacan por la complejidad y dificultad de ejecución, con frecuencia poco
conocidas por el público en general pero
muy apreciadas por los entendidos. Yo desde luego no me incluyo entre estos
últimos pero, aún así, como simple aficionado pude apreciar la calidad del
pianista en un programa adecuado para el lucimiento en la interpretación.
En la primera parte tocó
cuatro sonatas compuestas para teclado por Domenico Scarlatti
(1685-1757), músico italiano que vivió y compuso casi toda su obra en España,
al servicio de los Borbones. Música
barroca con importante influencia del folclore hispano, y acordes que en
ocasiones recuerdan sonidos de guitarra. Por su dificultad técnica estas
sonatas fueron consideradas en su tiempo como estudios de virtuosismo. A
continuación abordó el romanticismo musical
con una obra de Robert Schumann (1810-1856). En concreto la
fantasía titulada Kreisleriana Op. 16, un conjunto de ocho piezas para
piano compuestas por el autor alemán en honor de Frédéric Chopin, de
fuertes contrastes que impresionan de forma dramática, consideradas como las
mejores piezas del músico para este instrumento. En estas dos obras la
interpretación me pareció bastante académica pero algo fría, con poco
sentimiento, o esa fue al menos mi impresión.
En cambio, durante la
segunda parte, la actuación fue de menos a mas, quizás porque las obras
elegidas se prestaban al virtuosismo pero inspiraban también una tensión capaz
de provocar la pasión del intérprete y
despertar la emotividad del público. Me refiero a esa sensación vaga, difícil
de precisar o asociar con sentimientos concretos, que provoca un escalofrío o
incluso puede hacer brotar una lágrima en el oyente.
En primer lugar tocó una
sonata de Alexander Scriabin (1872-1915), un compositor ruso con fuerte
influencia del impresionismo modernista francés de finales del XIX y principios
del XX. Una música impregnada de misticismo y algo de misterio que recordaba
algunas de las obras del francés Debussy. Para terminar interpretó una sonata
de Charles Griffes (1884-1920) un autor influenciado igualmente por el
impresionismo musical de Scriabin pero con el inconfundible sello de la música
norteamericana. No sabría precisar si eran toques de jazz, pero en ciertos momentos me
recordaba a Gershwin.
Después de alcanzar su
cenit de apasionamiento con esta última interpretación, el pianista recuperó la típica frialdad germánica y respondió con
cortesía a los aplausos del público que premió su maestría pero no
solicitó un bis que tampoco el músico
parecía dispuesto a conceder.