A estas alturas Fahrenheit 451 puede
considerarse todo un clásico de la ciencia ficción que, en su momento, ayudó a
consolidar la novela distópica como un nuevo modelo o tipo dentro de ese género
narrativo. Debe aclarase que la distopía es una anti-utopía, una utopía
negativa, un término que sirve para describir una sociedad ficticia e
indeseable, todo lo contrario al ideal establecido en la Utopía del inglés Thomas
More.
Este fue el instrumento utilizado por algunos escritores de la primera mitad
del siglo XX para criticar las ideologías y tendencias sociales de su época
además de avisar sobre sus consecuencias nefastas o apocalípticas, si
se extrapolaban al futuro. No les
faltaban motivos para manifestar esa especie de pesimismo profético. El pasado
siglo contempló el nacimiento de ideologías y movimientos políticos que
prometían ideales como la acracia, la solidaridad internacional del
proletariado, la igualdad, el espacio vital y la pureza racial, y todo ello más
o menos apoyado en el progreso científico. Todo concluyó con la tiranía de los
regímenes totalitarios y una trágica segunda guerra mundial, con el epílogo
de Hiroshima y la amenaza de hecatombe nuclear. Entre las novelas
distópicas de esa época deben destacarse dos; Un mundo feliz (1932) de Aldous
Huxley, y 1984 de George Orwell publicada en 1949 al inicio
de la guerra fría. Ambas, junto a la que comentamos hoy, gozaron de gran
popularidad y se reeditaron con regularidad hasta inicios de los años 70.
Ray Bradbury (1920-2012) fue desde su juventud un ávido lector, le
gustaban las bibliotecas y fue desde muy joven escritor aficionado y autodidacta.
En su dilatada carrera escribió multitud de cuentos, principalmente
fantásticos, de misterio, o ciencia ficción, que agrupó en colecciones, la más
conocida de las cuales fue Crónicas
marcianas (1950), pero fue esta novela corta la que lo hizo más famoso.
Fahrenheit 451 (1953) describe una sociedad
futurista basada en principios nada
razonables pero prácticos en apariencia, a saber: “La cultura produce insatisfacción individual y provoca el caos social”,
y su corolario a contrario sensu: “La ignorancia conduce a la felicidad”. De
acuerdo a éstos, la autoridad política controla a los ciudadanos y los mantiene
en una especie de nirvana acrítico
basado en el control de los medios audiovisuales y las drogas tranquilizantes.
Los libros, como instrumento y vehículo del conocimiento, han de ser localizados
y destruidos por incineración. A esa tarea se dedican los bomberos, de forma
paradójica y con fanática vehemencia. Guy
Montag, el protagonista, es uno de ellos, inicialmente convencido, después
dudoso e incitado por la curiosidad, y finalmente en franca rebeldía. En la
trama argumental lo acompañan toda una serie de personajes secundarios que
representan distintas opciones frente al sistema; desde los sumisos e incluso
alienados hasta los resistentes en la clandestinidad.
Es
interesante situar esta distopía en
el contexto histórico en que fue creada. Allá por el año 1953 triunfaba en los
Estados Unidos la caza de brujas del senador MacCarthy que afectó a muchos escritores
y cineastas, Charles Chaplin y Elia Kazan
entre otros, acusados de filo-comunistas
en el tenso ambiente posbélico de
la guerra fría. Sin duda esta campaña
de represión política debió influir en Bradbury
que introdujo en la novela veladas referencias cómplices, tales como la
despedida “Buenas noches y buena suerte”,
alusiva a la frase con que terminaba sus alocuciones radiofónicas el periodista Edward R. Morrow, famoso por
su enfrentamiento con MacCarthy y
firme defensor de la libertad cultural.
Volviendo
a la novela, lo importante de Fahrenheit
451 no reside en sus cualidades literarias. Su lenguaje es claro, sencillo,
y exento de artificio. La narración en tercera persona es lineal y no acude a
los habituales recursos literarios que prestan brillantez a la narrativa
actual. Su principal valor es provocar la reflexión del lector. A este respecto
son importantes dos discursos en la trama argumental; el del jefe de bomberos Beatty, personaje ilustrado que
cínicamente aporta la justificación ética e ideológica de la quema, frente a otro del profesor Faber , defensor del libro como
instrumento indispensable para la transmisión del conocimiento.
Muchos
pensamos que, después de 60 años, hemos logrado bastantes de los avances
tecnológicos que aparecen en la narración. Lo mismo que ocurrió con Julio Verne, gran parte de la ficción
científica es ya una realidad. Lo dramático, lo que impresiona de esta distopía futurista, es que ha resultado
ser una profecía que casi se ha cumplido. Porque, si dejamos al margen la
obsesiva bibliopiromanía de los
bomberos en la ficción, también ahora el poder político intenta controlar a los
ciudadanos y la cultura audiovisual predomina en detrimento de la lectura. Los
resultados los estamos notando ya. El libro ciertamente no ha perdido
prestigio, pero cuando me muestran esas entrevistas de políticos en sus
despachos, siempre con una buena biblioteca como fondo de imagen, y a la vista
de sus actos, me hago siempre una pregunta que me produce cierto desasosiego:
¿los habrá leído?