El concepto
de libro, entendido como soporte físico de la obra literaria impresa, está
actualmente en revisión tras la aparición de nuevos formatos como el libro
electrónico (e-book) o el audiolibro. En la evolución hacia esas
modernas técnicas de edición somos aún muchos los lectores que nos aferramos a
la tradición. Nos gusta el libro como objeto, valoramos su presentación en la portada, su
estructura en la encuadernación, calidad
del papel o caracteres tipográficos. Nos deleita el olor de sus páginas nuevas
cuando las desplegamos en esa primera y quizás única lectura que nos abre a
nuevos mundos. El libro de papel impreso tiene además una cualidad que me
impresiona –valga la redundancia- y es
que envejece con nosotros, como propio en nuestra biblioteca u olvidado y ajeno
en los anaqueles de las librerías de viejo. Me refiero a esos libros que, aún
con buen uso, tienen ya las sobrecubiertas rozadas y agrietadas en los bordes,
cuyas hojas han perdido la tersura y el blanco virginal, que adquieren con los
años una textura ligeramente rígida y rugosa, una tonalidad de suave ocre y
sobre todo un olor especial e indefinible pero no desagradable. En fin, esos
libros usados son una metáfora del paso del tiempo, la expresión del saber y la
cultura sedimentada, la serena desilusión ante el desenlace ya conocido,
trasunto de nuestro propio escepticismo vital, pero también un evocador retorno
a las ilusiones juveniles.
Esta introducción de claro matiz
nostálgico me la inspira la novela de hoy que fue superventas hace muchos años
pero no leí entonces. Ahora la vuelvo a encontrar y me reclama su lectura como
asignatura pendiente de aprobado. Su portada quedó grabada en mi memoria como
otras muchas de aquella colección que fue muy popular en los años 60 y 70 del
pasado siglo. Me refiero a la Reno (Plaza & Janes), una serie de libros
de bolsillo muy económica, de hojas sin coser unidas al lomo por cola y encuadernada
en rústica tapa blanda, pero con unas sobrecubiertas muy coloristas que
representaban las escenas más destacadas o dramáticas de la trama argumental.
Con esos libros conocí en mi juventud a escritores como W. Faulkner o J. Steinbeck,
y aún conservo en mi biblioteca títulos como Sinué el egipcio (M. Waltari)
o Chacal (F. Forsyth), en buen estado de conservación.
Pearl S. Buck (1892-1973), fue una de las estrellas
de Reno, que llegó a editar, junto a
esta novela, hasta 16 de sus títulos más
conocidos, entre otros La buena tierra
(1931), La madre (1934) y La estirpe del dragón (1942). La escritora
norteamericana era hija de misioneros presbiterianos establecidos en China y
vivió cuarenta años de su vida en ese país. Fue educada por su madre y un tutor
chino y dominó desde la infancia el idioma inglés y el mandarín. Su profundo
conocimiento de la cultura china y sus tradiciones la indujo a divulgar sus
valores en el mundo occidental y a ese fin dedicó la mayoría de su obra
literaria. Una tarea que llevó también al terreno del activismo social,
concretado en la fundación de una agencia de adopción de niños asiáticos y
en la
Asociación East and West,
dedicada al intercambio cultural entre oriente y occidente. Quizás como
reconocimiento a esta labor divulgativa recibió el Premio Nobel de Literatura
en 1938.
Viento
del este, viento del oeste
(1929) fue la primera novela de la escritora. Se trata de una historia
intimista narrada en primera persona por la protagonista Kwei-Lan, una joven de 17 años, hija de una familia perteneciente a
la antigua aristocracia imperial, educada en los valores tradicionales y
preparada para ser una buena esposa en un matrimonio concertado desde su
nacimiento. Su marido por el contrario se formó como médico en Estados Unidos y
tiene una mentalidad moderna y occidental. El fuerte contraste entre las dos
formas de entender la vida y la relación matrimonial provocará en la esposa una
lucha interna de sentimientos enfrentados que finalmente superará, al tiempo
que en su propia familia se desarrolla un intenso drama provocado por el mismo
enfrentamiento cultural.
Aunque no se dan referencias
temporales ni espaciales, la narración está
ambientada en la China de comienzos del
siglo XX. Unas décadas antes el país había iniciado su apertura a
occidente, no exenta de conflictividad política. La protagonista cuenta sus
vivencias y dirige sus confidencias a una amiga, a la que llama hermana,
extranjera pero conocedora de las costumbres orientales, que bien pudiera ser
la propia escritora. El lenguaje es sencillo y directo al tiempo que emotivo.
El relato destaca la rigidez protocolaria
en las normas de conducta de la sociedad china y describe sus costumbres,
matizadas por la visión ideal y poética de la protagonista, en un tono amable
que incita a la comprensión, la tolerancia e incluso cierto grado de
admiración. No obstante, la escritora no puede evitar la vanidosa exhibición de
superioridad cultural, tan típica de la mentalidad misionera y colonial
occidental, cuando en los avatares de la historia se resalta la utilidad de la
moderna medicina occidental y se reduce la oriental a meras prácticas
supersticiosas.
Cuando fue editada la novela tuvo la
virtud de suscitar el interés del lector occidental por la cultura china. Al español
llegó algo más tarde y fue muy comentada entre los jóvenes de los años 60.
Ahora, el paso del tiempo ha desvaído sus páginas y atenuado el interés y la
emotividad de la historia narrada. Y pese a todo, sigue siendo un buen libro
que merece ser recomendado.
Para
terminar una aclaración. Ha sido la antigua portada del volumen editado por Reno, escaneada en Internet, la que ha despertado mis recuerdos y provocado las
reflexiones en torno a los libros de la colección. Pero, tengo que confesarlo,
no he tenido en mis manos el viejo ejemplar impreso, lo he leído en formato
electrónico. De nuevo la tradición, el progreso y la evolución. Viento de ayer,
viento de mañana.