En el casco
antiguo de mi ciudad hay una iglesia que es la más grande y e importante después
de la Catedral. Está
bajo la advocación de San Ildefonso y así consta en una larga inscripción en
latín que decora un friso bajo el frontón de su fachada principal: “DIVO ILDEPHONSO DICATVM”. Se comenzó a
construir entre los siglos XIV y XV sobre los restos de una antigua capilla del
XIII situada en el arrabal del mismo nombre localizado a extramuros de la
ciudad medieval, pero sufrió sucesivas reformas y ampliaciones que llegaron
hasta el siglo XVIII. El resultado de tan largo periodo constructivo fue una
amalgama de estilos entre los que predomina el gótico, renacentista y
neoclásico. La importancia del templo quedó consagrada cuando en el año 1430 la Virgen María, presunta y
milagrosamente, descendió sobre la ciudad y se dirigió en procesión hacia el
mismo. Dice la leyenda que la aparición favoreció el cese repentino de una
epidemia de peste que diezmaba a la población. Sea como fuere, el milagro
mariano convirtió a la Virgen
en patrona de la ciudad y a su iglesia preferida en santuario. Finalmente, el pasado año 2010 ha sido declarada basílica menor por el Papa Benedicto
XVI, no porque arquitectónicamente tenga planta basilical, cosa muy común entre
las iglesias; se trata más bien de un privilegio litúrgico que le otorga el
derecho a realizar determinados ritos y a lucir en su altar mayor las insignias
papales.
Pero no voy a comentar aquí el ascenso meteórico de San
Ildefonso en el escalafón jerárquico de los templos católicos. Tampoco
describiré su arquitectura y aspectos artísticos, aunque la iglesia tiene
bastantes peculiaridades reseñables, entre otras los contrafuertes
semicirculares que aportan a su fachada norte un cierto aspecto de fortaleza
medieval, o las dos torres de la fachada principal, ambas renacentistas pero
distintas en forma tamaño y estructura.
Mi comentario se
centrará sobre un detalle menor de su decoración, y es que son este tipo de
pormenores de escasa importancia los que a menudo atraen mi curiosidad y me
motivan a reflexionar sobre los mismos. En este caso concreto me sorprendió la
abundancia de escudos episcopales, tallados en piedra, que decoran la fachada.
Son fácilmente reconocibles como tales porque sobre las armas aparece el capelo, típico sombrero de los prelados,
y en los laterales las cuerdas con borlas, en tres o cuatro niveles según se
trate de obispos o cardenales. La heráldica eclesiástica es muy frecuente en
las catedrales, que a fin de cuentas son la sede (seo) y cátedra del
obispo, pero no tanto en las iglesias.
La de San Ildefonso es una excepción y en una rápida inspección de la misma se
detectan hasta seis escudos, dos en la fachada norte flanqueando una portada
renacentista, y cuatro más en los cuatro niveles de la torre en su fachada de
la misma orientación.
Los escudos son
todos de estilo renacentista y se grabaron entre los siglos XVI y XVII, justo
cuando se construyó la torre y la portada, por lo que, con cierta lógica, se
puede entender que pertenecen a los obispos que costearon dichas obras. La
diócesis de la ciudad era en esta época una de las más ricas de España y el
impulso constructor de la catedral alcanzó también a la iglesia. Como el templo
en su conjunto tiene unas dimensiones reducidas, el acumulo de escudos en su
lado norte parece tener una clara finalidad, la de ser fácilmente vistos desde
la plaza que domina esa fachada del mismo. El posible objetivo ahora nos parece
claro, mostrar al pueblo el mecenazgo episcopal.
En la antigüedad
romana, los patricios ricos que ocupaban magistraturas en los municipios solían
costear la construcción de edificios públicos como teatros, templos, termas o ninfeos. A esta gran generosidad la
llamaban munificencia (de municipium
y facio = hacer municipio) y
generalmente era recompensada en las urnas con el ascenso en el cursus honorum. Además, los orgullosos
mecenas aspiraban a conseguir fama postrera y por ello colocaban sus nombres
bien visibles en los frisos de los edificios que costeaban. Pero en la época de
estos obispos constructores, lo común era el analfabetismo y la lectura era
casi exclusiva de las clases altas, los clérigos y los letrados (expertos en
letras). El pueblo llano no hubiera podido leer sus nombres inscritos en la
fachada de la iglesia, pero cualquier campesino era capaz de reconocer
visualmente las formas y símbolos de los escudos de armas de condes, duques y
prelados. Quizás los escudos episcopales estuvieron en su tiempo pintados en
vivos colores heráldicos para ser más reconocibles. Uno de ellos aún conserva
el rojo del capelo y las borlas
esculpido en mármol de este color.
En resumen, nuestros obispos no sólo pretendían la eternidad
celestial que les prometía la religión, también aspiraban a la gloria terrena,
a perpetuarse y proyectarse hacia el
futuro en la memoria colectiva, es decir, pasar a la historia. Con esta
intención colocaron sus escudos en la fachada y torre de San Ildefonso. Pero al
fin y a la postre creo que fracasaron en su intento. Hoy en día la heráldica es
un lenguaje visual reservado a expertos y olvidado por la mayoría. En tanto que
lectores, entendemos la dedicatoria latina de la iglesia de San Ildefonso pero
somos incapaces de reconocer por sus escudos a nuestros prelados mecenas. Los estudiosos
e historiadores seguro que pueden conseguir sus nombres revisando los archivos
diocesanos, pero seguirán siendo unos auténticos desconocidos para el común de
los mortales. En cuanto a los escudos, decolorados por el tiempo, se han
fundido con la fachada pasando a ser parte de la decoración de la misma, apenas
reconocibles como tales.
Los seres humanos somos,
entre todos los animales, los únicos conscientes de la muerte como final de la
existencia. La brevedad de la vida nos asusta y para superar esta insoportable
sensación nos acogemos a la caritativa promesa religiosa de trascender el
límite natural de la muerte en una eternidad de ultratumba. A la mayoría nos
consuela saber que nuestros hijos son también como una forma de trascendencia ya que
transmitimos nuestros genes y de alguna manera sobrevivimos a través de nuestra
descendencia. Para algunos, la fama es el medio de sublimar una vida breve y
aspirar a la eternidad terrena. Pero la fama y la gloria postreras, más que un
objetivo, suele ser una consecuencia de la genialidad humana, algo reservado a unos
pocos y entre estos no suelen estar los mecenas. El genio convirtió a Miguel
Ángel en artista universalmente reconocido pero muy pocos recuerdan a los papas
que costearon sus grandes obras de arte. El único mecenas que ha pasado a la
historia es el propio Cayo Cilnio Mecenas, el consejero y amigo de Octavio
Augusto, protector de artistas, Virgilio y Horacio entre otros, que por su
generosidad consiguió que su nombre fuera recordado y convertido en sinónimo de
patrocinio artístico.
En fin, el
mecenazgo de los obispos de San Ildefonso no consiguió el reconocimiento y la
fama postreros, se quedó en intento vano, es decir, en pura vanidad. A ellos se
les podría aplicar la frase latina de aquél cuadro tenebrista de Valdés Leal.
Me refiero a ese que muestra un esqueleto mitrado en su ataúd: “FINIS GLORIAE
MUNDI”.
Lope de Sosa