Mucho
antes de ingresar en la esfera del conocimiento científico, con la adecuada ayuda de Geografía, Arqueología, Epigrafía, y otras muchas ciencias, la Historia nació
entre las artes como gemela de la Literatura. No en vano, entre las Musas de la
mitología griega, Clío era la diosa que tutelaba por igual a la Epopeya
y la Historia. En nuestra lengua, una de las acepciones de esta última continúa siendo
sinónimo de narración. Y más
aún, los antiguos grecolatinos, Plutarco y Tito Livio entre
otros, incluyeron en sus respectivas historias relatos legendarios procedentes
de la poesía épica que terminaron por ser admitidos como fuente histórica. El
transvase, a modo de vasos comunicantes, puede dase a la inversa, es decir,
desde la Historia a la Literatura. Esto ocurrió con los escritores románticos
del XIX, que buscaron y encontraron en aquella la fuente de inspiración de sus novelas
históricas, impregnadas a menudo de un fuerte sentimiento nacionalista, iniciado
así un subgénero literario muy popular aún en la actualidad.
La novela que comentamos hoy ilustra
a la perfección lo antedicho. La
rebelión de los tártaros (1837) es un relato corto de Thomas de Quincey
(1785-1859) genuino representante del Romanticismo británico, dotado de un
estilo muy original que lo distingue entre sus contemporáneos. Según se afirma
en el prólogo, el escritor utilizó como fuentes una simple nota a pie de página
en La decadencia y caída del Imperio
Romano de Edward Gibbon,
consultando también un raro libro de los jesuitas y el de un viajero alemán, Benjamin Bergmann. Éstos informaban de
forma escueta sobre un hecho histórico; el éxodo, en 1771, de
300.000 tártaros calmucos
desde las riberas del Volga, al norte del Mar Caspio, hasta el noroeste de
China en tiempos del emperador Quianlong
y de la zarina Catalina la Grande. Este suceso excitó la curiosidad del autor que intuyó su potencial dramático, algo que
reconoce y explica al principio del relato. El resto lo pone su gran capacidad
de fabulación que termina por convertir la emigración de una de tantas tribus
nómadas del Asia Central en la epopeya de un pueblo, una tragedia de enormes
dimensiones que adorna con su reconocida erudición grecolatina cuando la
compara con el Anábasis de Jenofonte, o con la gran epidemia de
peste que asoló Atenas en tiempos de Pericles.
La
narración es corta pero muy intensa y contiene todos los personajes e
ingredientes típicos de un drama romántico; un pacífico y virtuoso khan de los calmucos, el traidor familiar que lo envidia y aspira a
suplantarlo en el poder, conspiraciones y engaños, los abusos y el recelo de la
zarina rusa, la generosidad del emperador chino, y la huida de los calmucos
hacia el este en un largo viaje de grandes penalidades atravesando estepas
heladas, caudalosos ríos, y cálidos desiertos, acosados por tribus rivales de cosacos y kirguices, dejando en el viaje un reguero de víctimas, en su
mayoría mujeres, ancianos, y niños. En cuanto al estilo, debemos señalar que el
narrador relata los hechos en tercera persona y muestra su empeño por analizar
las causas y consecuencias de los mismos como si de una crónica histórica se
tratara. Por contra, la hipérbole y la abundancia de calificativos efectistas
desmienten esa pretendida veracidad. Se
trata pues de historia convertida en pura ficción, en buena literatura.
Quiero
destacar algún aspecto más, presente en la novela. En concreto el gusto de
los románticos por los ambientes y
países exóticos; y no cabe duda de que Rusia y China tenían ese toque
orientalista tan atractivo para los escritores occidentales de aquella época.
En este caso, el narrador describe con todo lujo de detalles las estepas rusas
y los desiertos de Asia. Las referencias
geográficas y los topónimos son
minuciosos, de una sorprendente precisión en un inglés que nunca salió
de su isla. Y a pesar de la admiración por lo oriental, De Quincey muestra ciertos detalles que ponen de manifiesto ese
orgulloso sentimiento de paternalista superioridad tan típicos de la mentalidad colonialista
británica. Así cuando, sin ocultar sus virtudes, califica a las tribus nómadas
como bárbaras y semi-humanizadas, o cuando opina que al huir de los territorios
rusos, los calmucos de religión budista perdieron la oportunidad de convertirse
al cristianismo.
Para
terminar quiero comentar que esta novela me recuerda mucho a otra muy popular Miguel Strogoff (1876) de Julio Verne. Ambas obras fueron
publicadas en prensa, algo corriente en aquella época, y en su temática
presentan notables similitudes. Y dado que la obra del escritor francés es
posterior a La rebelión de los tártaros,
me atrevo a sugerir la posible influencia de ésta última en aquella. Una opinión
quizás atrevida para un crítico literario pero disculpable en un simple
aficionado a la lectura como yo, sin pretensiones de rigor.