El pasado año
falleció Umberto Eco (1932-2016) una figura destacada en el panorama
literario y cultural europeo. El escritor italiano, siempre fiel a su vocación
académica como profesor universitario y filósofo, publicó una abundante lista de ensayos y tratados sobre semiótica, lingüística,
estética y ética. Su incursión en la narrativa fue tardía pero lo hizo popular entre los lectores.
La
primera novela, El nombre de la rosa (1980), lo catapultó a
la fama y puso de moda un subgénero, mezcla de suspense policiaco y novela histórica,
que ha sido posteriormente imitado hasta la saciedad. Gran aficionado a lo
esotérico, su segunda obra dedicada a estos temas, El péndulo de
Foucault (1988), lo consagró definitivamente como novelista de éxito.
Su producción en este género literario no es abundante. En algo más de treinta años escribió sólo siete novelas en las que evolucionó desde postulados narrativos más
tradicionales hacia nuevas formas de expresión y temáticas cada vez
más personales y libres. Se diría que, en sus últimas obras, el escritor se
permite decir lo que quiere y como quiere, sin concesiones a lo
políticamente correcto o lo comercial, aunque de ello se derive un cierto
espíritu irreverente y provocador que induce a la polémica, algo que en opinión
de muchos es un ingrediente básico de la buena literatura.
Su penúltima
novela, El cementerio de Praga (2010), tiene
mucho de original y provocadora hasta el punto que, en el tiempo de su edición,
cosechó las críticas de sectores tan dispares como la comunidad judía, la
masonería, o la iglesia católica. Para empezar, el escritor crea un personaje
despreciable, una especie de anti-héroe, el capitán Simonini, un ser
amoral, espía y falsificador, que en sus opiniones se manifiesta como
ultraconservador, misógino, racista y en particular antisemita obsesivo, que
vierte sus críticas indiscriminadas, simplistas y tópicas, sobre distintas
naciones, sobre la masonería, la monarquía, los jesuitas etc. Pero a pesar de
todo, el humor, la ironía y cierto grado de cinismo del personaje, le aportan
un morbo que de alguna forma no termina de hacerlo totalmente antipático,
porque además percibimos que en algunas de sus críticas lleva parte de
razón.
La
estructura narrativa de la obra también es original ya que se alternan
tres narradores distintos. El protagonista, Simonini, padece, junto
a lagunas de memoria, un desdoblamiento de la personalidad en otro
personaje, el abate Dalla Piccola, y escribe un diario de sus
recuerdos, en primera persona, en el que ocasionalmente se introduce su alter ego que representa su propia conciencia
recriminatoria, al estilo de Pepito Grillo. Hay un tercer narrador que puede
identificarse con el propio escritor. Éste último escribe en tercera persona
para resumir y aclarar parte de los diarios. En todo momento se muestra neutral
respecto a las opiniones de los protagonistas y de esa ambigüedad ética surge
la duda de que el autor pueda compartir o no el antisemitismo de sus
personajes.
En esta
ocasión, frente a El nombre de la rosa,
predomina sobre la intriga argumental el componente de novela histórica que nos
ofrece una visión panorámica de la segunda mitad del siglo XIX, un periodo
complicado de la historia europea que sometido a un somero análisis nos puede
ofrecer las claves que explican los dramáticos acontecimientos del siglo XX. El
relato está ambientado en distintos lugares, Turín, Sicilia y París y las
memorias del protagonista recogen distintos momentos de la unificación italiana
tales como la expedición de Garibaldi a Sicilia, también el Segundo Imperio
francés de Napoleón III hasta la derrota frente a los prusianos en Sedán,
la Tercera República francesa, la Comuna de París etc. De la mano del
desdoblado personaje asistimos a una época convulsa, rica en
intrigas políticas, conspiraciones, terrorismo carbonario, revueltas,
escándalos políticos y derrotas militares; también al definitivo ascenso de la
burguesía, la aparición del proletariado industrial, el nacimiento del
socialismo y el comunismo, la influencia política de la masonería etc.
Aparecen multitud de personajes muchos de ellos históricos como Garibaldi, Cavour, Thiers, Freud, Charcot, y otros muchos desconocidos, de vida y hechos tan
novelescos que nos parecen ficticios. Por eso quedamos sorprendidos cuando, en
el epílogo, el autor nos aclara que la mayoría de estos últimos fueron también
personajes reales demostrando así que no sólo la literatura imita a la
realidad sino que, en ocasiones, es la realidad la que imita lo literario.
La obra es
además un homenaje al folletín decimonónico. No sólo porque Simonini se inspira en autores de este
género, como Dumas y Sue, para urdir sus falsificaciones,
sino por el formato narrativo que recuerda las novelas por entregas.
Aunque la obra tiene distintas lecturas, el trasfondo de la misma, el
tema central es la falsificación de la historia. Cómo, a partir de
documentos reales sacados de contexto, y de otros falsificados, a fuerza de ser
repetidos en diferentes versiones y con elementos añadidos, se puede convertir
la mentira y la ficción en realidad histórica. En concreto aparecen en la
trama dos claros ejemplos; el escándalo Dreyfus y el documento
conocido como Protocolo de los sabios de Sión que,
añadido a otros muchos tópicos, ayudó a configurar el mito de la conspiración
judeo-masónica y justificó el antisemitismo moderno que culmina de forma
dramática con la “solución final” de Hitler.
Como aspectos
negativos señalaré la excesiva extensión de la novela por la tendencia algo
barroca del escritor a multiplicar ciertos elementos descriptivos, fruto sin
duda de su erudición, que no siempre son necesarios.
Se trata en
suma de una novela rica en matices, de lectura algo compleja que obliga al
lector que quiera implicarse en la trama. Ambigua y controvertida si se
analiza de forma superficial y clara en un análisis más profundo. Reconozco ser
un adicto a la literatura de Umberto Eco
y en esta ocasión tampoco me ha defraudado. El cementerio de
Praga me parece una de sus mejores novelas.