Muchos críticos y especialistas en la obra de Juan
Rulfo recomiendan varias lecturas de esta novela corta, en razón de su complejidad estructural
y del elevado nivel simbólico de la trama argumental. Hace años la leí por
primera vez, en una edición no comentada, y me gustó por
los matices fantásticos de la narración, mas intuidos que comprendidos, y
por la visión estética de la dura realidad que describe. Mis primeras impresiones favorables sobre la
novela y su autor, que por aquel entonces me era casi desconocido, se vieron
confirmadas cuando me informé sobre su obra literaria. En efecto, Rulfo fue el
precursor e introductor de las modernas técnicas narrativas en la literatura
latinoamericana. Autor perteneciente al realismo mágico, el movimiento
literario que inspiró, en mayor o menor medida, a muchos escritores hispanoamericanos y contó
con seguidores tan afamados como Gabriel García Márquez. Juan
Rulfo (1917-1986) fue un escritor poco prolífico, solo publicó un libro de
cuentos, El llano en llamas y la novela
Pedro Páramo que está
reconocida por escritores y críticos como una de las cumbres de la literatura
en castellano del siglo XX.
He
tenido ocasión de volver a leer esta novela, esta vez en una edición de Cátedra
(colección Letras Hispánicas) estupendamente introducida por un estudio
analítico de la obra completado con notas, apéndices, y bibliografía, que por
su precisión técnica más parece una tesis doctoral resumida que unos
comentarios divulgativos. Mi interés por comprender algo mejor la compleja
estructura de la novela se ha visto así plenamente
satisfecho.
El relato rompe con la narración lineal, tan típica
del realismo del XIX, y se desarrolla en
una serie de fragmentos cortos que distorsionan el tiempo con alternancia de
pasado y presente, con frecuentes interpolaciones y cambios de narrador. Esta
estructura narrativa fragmentaria a modo de mosaico, aparentemente caótico,
aporta por el contrario una visión poliédrica de la historia que se ofrece así
desde distintos puntos de vista. El lenguaje está enriquecido con abundante
léxico mexicano y con términos derivados del antiguo idioma indígena, el náhuatl.
Está además cargado de simbolismo, alusiones a mitos y leyendas locales, con
frecuentes recursos propios de la prosa poética, al tiempo que suele ofrecer pistas que relacionan sutilmente
unos fragmento con otros. Para ilustrar
estos aspectos citaré dos ejemplos: la imagen del fantasmal caballo sin jinete
que recorre enloquecido la pradera como anunciador y símbolo de la muerte; o la
frase “entonces el cielo se adueñó de la noche” (y no al revés) como
imagen poética para significar que se apagaron las luces del pueblo.
La
novela, aunque fragmentaria, tiene dos partes claramente definidas. En la primera
Juan Preciado, supuesto hijo bastardo de Pedro Páramo, cuenta en primera
persona su viaje al pueblo de Comala, una especie de viaje iniciático hacia sus
orígenes. Allí encuentra un pueblo desolado y a personajes que el autor dibuja
deliberadamente de forma ambigua, en el límite entre la vida y la muerte. Este
mundo, a medio camino entre la realidad y la ensoñación, conduce al personaje
hacia la enajenación mental y la muerte. El relato está veteado con frecuentes
interpolaciones sobre la infancia de Pedro
Páramo. Sobre este personaje principal trata la segunda parte narrada en
tercera persona. Un terrateniente y cacique local, con derecho de pernada y
poder de vida o muerte sobre los habitantes del pueblo.
La
narración, al margen de los aspectos simbólicos y míticos, tiene un fondo de
realismo como retrato sociológico y político de la sociedad mejicana de
principios de siglo XX, con problemas como la desigualdad social y económica
entre una minoría de propietarios criollos y la mayoría de mestizos e indígenas que forman el peonaje
agrícola; el sistema caciquil; la sumisión del clero ante los poderosos y su
rapacidad con un pueblo pobre y religioso; por fin la revolución que, con
altibajos, termina por oficializarse
y cumplir con aquella frase de El Gatopardo: “es preciso que todo cambie para que todo siga igual”.
Lo
que mejor refleja Pedro Páramo es el carácter del pueblo mejicano. Un
carácter forjado en el mestizaje, más cultural que racial, basado en el
sincretismo entre la religión cristiana
y los antiguos ritos y creencias indígenas. También los abusos de poder
institucionalizado que comenzó con las encomiendas y condujo al desigual
reparto de la tierra. Todos estos aspectos, y otros muchos, templaron ese
carácter indígena mezcla de estoica laboriosidad
en la pobreza, sentido fatalista ante la vida y la muerte, y profunda religiosidad,
muy ritual y no exenta de superstición.
Excelente reseña, como es habitual en ti.
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