De vez en
cuando la lectura de los clásicos nos hace
retroceder en el tiempo y de forma paradójica la literatura antigua nos
rejuvenece aunque sólo sea al recordar, con mucha o poca nostalgia, según el caso, nuestra pasada adolescencia. Algo de
esto me ha pasado al encontrar, después de tantos años, estas tres novelas de François Auguste René, vizconde de
Chateaubriand _ con este largo nombre y título lo estudiábamos_ que me han devuelto al bachiller y
a la asignatura de Francés, el idioma que entonces se enseñaba y comprendía también arte y literatura francesa.
Me llamaban la atención los
extraños nombres de algunos escritores galos, a menudo
largos y compuestos como el ya
citado y otros como Jean Baptiste Poquelin, o François Marie Arouet, que
afortunadamente se abreviaban con sus apodos, Molière o Voltaire,
más asequibles a la memorización que era la base de la enseñanza de la época. La obra
literaria de la mayoría de los
autores franceses nos era desconocida
porque nunca nos facilitaron su lectura.
Se editaban en colecciones las comedias de Molière, y alguna leí en su
momento, pero eran poco recomendables las obras de Rousseau, Voltaire,
Montesquieu, o todo aquel que
sonara a liberal, así que nos limitábamos a Alejandro Dumas y como mucho Víctor Hugo.
Chateaubriand
(1768-1848) no pecó nunca de liberal. Fue un aristócrata que huyó de Francia
con la Revolución, admiró primero y después se enemistó con Napoleón y
terminó por defender la monarquía absoluta
y ocupar cargos públicos durante la restauración de Luis XVIII. Su
beligerancia política le obligó a
exilios y largos viajes, y como escritor ha sido reconocido como el fundador del romanticismo
en la literatura francesa. Su carácter
conservador y apasionado lo llevó
a defender la religión cristiana frente
al laicismo de los ilustrados y su
obra más conocida y polémica en su época fue
El genio del cristianismo, una especie de ensayo apologético sobre el mismo.
Atala (1801), René (1802), y Las aventuras
del último abencerraje (1826), son tres de sus novelas que por su corta duración suelen editarse juntas en un mismo volumen (yo las encontré en formato electrónico). Las dos primeras datan de sus comienzos literarios y fueron escritas después de un
largo viaje por el norte de América. En Atala describe la exuberante naturaleza del profundo sur, en particular del delta del Missisipi y los
territorios de Luisiana y Florida, y lo
hace de forma minuciosa pero también
idealizada mediante un lenguaje poético que
nos remite al romanticismo. Describe también la vida de los indígenas
americanos de la zona, en particular de la tribu de los natchez, a la que pertenece la protagonista. Chateaubriand
no reconoce en los indios la figura del buen salvaje, acorde a la
naturaleza y gobernado por la ley natural, algo muy típico de los ilustrados;
sólo se siente atraído por lo exótico de
sus costumbres siempre que sean atemperadas por la conversión al cristianismo.
En René, el protagonista es un francés de carácter melancólico,
atormentado por un amor imposible y culpable, que huye de la civilización y se
refugia entre los natchez. Ambas novelas junto con una tercera forman
una trilogía dedicada a este pueblo indígena.
Las
aventuras del último abencerraje es una novela más tardía, escrita después
de un viaje por el sur de Europa y norte de África en el que pasó por España y visitó Granada. Al parecer
quedó impresionado por los palacios nazaríes que le inspiraron este relato basado en una leyenda local,
anticipándose en algunos años a los Cuentos del la Alhambra del
norteamericano Washington Irving.
Narra los amores entre un moro de la tribu de los abencerrajes y una
cristiana, ambientada después de la conquista de la ciudad, en época de Carlos
V. Como dato curioso señalaré la visión tópica del carácter de los
españoles, orgullosos, defensores a ultranza de su honor, y más preocupados por
las pasiones que por la razón, según el escritor.
Los
tres relatos tienen elementos comunes muy del gusto de los románticos; son
historias de amor imposible , en dos de ellos entre cristiana y pagano o
musulmán, platónicos y castos por no consumados, en los que la religión siempre
triunfa de forma trágica frente a la pasión. En
todos predomina el destino aciago considerado como una fuerza, quizás
divina, contra la que es imposible luchar. En los tres subyace un elogio del
cristianismo como único recurso del hombre para conseguir la paz espiritual. A
estos se les puede añadir muchos otros detalles
típicos del romanticismo; combates épicos , cortesía medieval, tristes ruinas, bosques umbríos, selvas
impenetrables etc. A propósito de estas
últimas diré como nota curiosa que se las llama repetidamente “desierto” por traducción literal del francés
desert termino que al parecer
designa en ese idioma tanto los
territorios áridos y sin vegetación
como el concepto de lugar o espacio no
habitado por humanos (la selva).
En
resumen y para terminar, son tres novelas de gran belleza formal, algo ingenuas si las contemplamos
desde nuestra perspectiva actual, interesantes como paradigma del romanticismo
literario, y de agradable lectura. Atala,
René, y El último abencerraje
por fin han dejado de ser para mí
unos nombres memorizados hace muchos
años y hasta ahora vacíos de contenido.
malparidos hijos de puta
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