El
escritor Juan Carlos Onetti
(1909-1994) es reconocido como uno de los grandes
escritores en castellano. Esta afirmación introductoria es
desde luego poco original y algo manida pero no por ello carece de sólidos
fundamentos. Admitido por la crítica como genuino representante del existencialismo en la literatura
hispanoamericana, innovador de la narrativa en nuestra lengua, maestro del
relato breve, galardonado con muchos premios literarios, el Cervantes de 1980
entre otros, y elogiado por escritores de la talla de Mario Vargas Llosa;
son algunos de los créditos que lo avalan.
Y sin embargo mi relación con este autor siempre fue
difícil. Hace muchos años leí su obra El
astillero y sencillamente no me enteré de nada, lo cual atribuí a mi
inexperiencia. Ahora, cuando creía haber alcanzado cierta madurez como lector,
encuentro de nuevo al escritor uruguayo en esta antología titulada Novelas breves y,
tras enfrentarlas como un reto, debo reconocer humildemente que
aún no estoy a la altura. En mi descargo
y justificación diré que la lectura de Onetti es
objetivamente una tarea con ciertas
dificultades. Su estilo literario, tan original, se basa en un lenguaje denso y opaco,
intimista, elusivo y lacónico en los elementos descriptivos, en el que lo
implícito y sobrentendido es predominante
sobre lo explícito, y donde lo onírico se mezcla con la realidad sin solución
de continuidad. Tampoco ayuda a un lector medio español el uso frecuente de
términos propios del léxico americano y en particular de jergas locales
como el lunfardo bonaerense. De otra
parte, en la temática narrativa onettiana
predomina una visión negativa
del mundo y esto limita su público en opinión de algunos. Otros piensan que este
pesimismo literario es la fórmula que el escritor utiliza para superar el suyo propio. En fin, los
personajes de sus relatos,
concordantes con esta visión, son seres
marginales, frustrados, dibujados en sus rasgos psicológicos con un realismo
cruel no exento de cierto tono de piedad hacia las miserias
de la condición humana.
De los relatos recogidos en esta
antología destacaré el que la inicia, El
Pozo (1939), en el que un escritor
frustrado que malvive en un mundo de
marginalidad desnuda su alma y sus pensamientos escribiendo unas supuestas
memorias llenas de angustia e incomunicación
en las que muestra su desprecio
hacia la sociedad que lo rechaza. En Los
adioses (1954), un enfermo
mantiene una relación alternante con dos mujeres que lo visitan en el
ambiente de un sanatorio rural, y en un juego de perspectiva múltiple los habitantes
de la aldea enjuician y condenan al protagonista con base en las apariencias, hasta que la
historia tiene un desenlace inesperado. Para
una tumba sin nombre (1959) es una
de las novelas más conocidas, ambientada en
Santa María, la ciudad imaginaria
creada por Onetti, en la que el personaje narrador cuenta una
historia basada de nuevo en la visión de los hechos aportada por varios personajes que participan
de los mismos. Otros relatos interesantes
son La cara de la desgracia (1960) y Jacob y el otro (1961), pero
no insistiré en resumirlos. En general las historias se desarrollan con escasos
elementos descriptivos y envueltas en una atmósfera de ambigüedad e imprecisión
de la que poco a poco se nos van desvelando elementos que terminan por hacer patente la realidad en ocasiones sorprendente.
No todos los relatos tienen la misma
calidad que los reseñados y algunos de ellos me parecieron aburridos y terminé
por abandonarlos, algo que no hago con frecuencia. Para terminar insistiré
en que se trata de literatura de calidad pero que exige mucho del
lector.
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