Cada cierto tiempo retorno a la literatura de Antonio Muñoz Molina (1956) uno de mis escritores favoritos, no siempre de lectura fácil pero con un sentido de la estética narrativa que me atrae como un imán hacia sus novelas. Llama la atención en el autor ubetense el claro reconocimiento oficial de su figura literaria (académico de la Real Academia, Premio Príncipe de Asturias) en contraste con los escasos premios conseguidos por sus novelas. Solo El invierno en Lisboa (1987), la que lo dio a conocer y esta que nos ocupa hoy fueron merecedoras de premios de narrativa. Estamos pues ante un escritor consagrado pero relativamente alejado de los superventas, aunque mantiene un numeroso grupo de lectores fieles entre los que me cuento. Mis opiniones sobre el autor y su obra las he vertido ya en varias entradas de este blog y sin duda redundaré en alguna de ellas.
Hoy he terminado la que fue su cuarta
novela, El jinete polaco (1991) ganadora del Premio Planeta de ese año.
Se ha dicho de ella que es la más autobiográfica de las suyas. Creo que así es
y no solo por las similitudes biográficas entre escritor y protagonista sino
por los recuerdos de este último sobre su infancia y juventud, desde la pobreza
y el miedo residual de los años 50 en España, hasta los años de apertura del
anterior régimen en los 70. Esos recuerdos del escritor son compartidos por
toda una generación de la cual formo parte. Por eso mi identificación emocional
con la novela es total, aunque reconozca que quizás no sea la mejor o la que
más me ha gustado del escritor. La ciudad de Mágina, trasunto de su
Úbeda natal, es aquí casi un
protagonista mas, como el coro de las antiguas tragedias, poblada de
personajes curiosos como el inspector poeta Florencio Pérez o Ramiro
Retratista. Nombres ficticios para lugares, calles y personas reales muy
reconocibles para los ubetenses y los jiennenses en general. Destacan las
leyendas locales como el hallazgo de la momia de una mujer emparedada, o
personajes como el anciano médico don Mercurio, nonagenario testigo de
los secretos del pueblo desde la época del general Prim. En torno a esas
historias y a la evocación de recuerdos, entre oníricos y reales, teje Muñoz
Molina una atmósfera de misterio que se mantiene hasta el final.
Pero la novela tiene una línea
argumental, es una historia de amor de madurez entre los protagonistas
principales: Manuel, natural de Mágina, rebelde ante un claro destino
impuesto del que quiere escapar a toda costa y Nadia, marcada por una trágica
historia familiar de exilio, de nacionalidad norteamericana pero de origen
español e irlandés. Ambos coinciden por azar en varias épocas de su vida, en
lugares tan distintos como Mágina
o París, pero sin llegar a conocerse hasta el feliz encuentro
definitivo. A partir de ahí, recuerdos compartidos, buscando las raíces comunes,
entre la plenitud del amor y el sentimiento de desarraigo de ambos.
No voy a insistir en ese estilo tan
propio de Muñoz Molina, capaz de describir con las palabras justas los
sentimientos y emociones más íntimas. Un estilo que aúna profundidad
psicológica con belleza estética. Pongo un ejemplo, alusivo a las fotos de matrimonio
de nuestros abuelos y bisabuelos, poses de estudio en blanco y negro: “fotografías
enmarcadas de muertos que sonríen tan rígidos como muertos etruscos”.
Como en otras ocasiones, el escritor
renuncia a la exposición lineal de la trama argumental y utiliza una técnica
que yo comparo a la imagen de una cebolla abierta por capas desde el exterior.
Mediante saltos temporales y descripciones no explícitas va retirando las
primeras capas en las que los personajes quedan esbozados. Con la apertura de sucesivas capas se van desvelando las relaciones entre ellos y sólo al
final encontramos el núcleo de la trama y el desenlace que lo aclara todo. Una
forma de mantener el interés del lector a condición de no perderse en la maraña
de historias cruzadas y distinguir lo accesorio y decorativo de lo fundamental.
Es algo parecido a una narración policiaca.
En fin, otra buena novela de Muñoz
Molina, pero en este caso, como ya se ha dicho, muy dirigida a lectores de
cierta edad. Me temo que, para un joven actual la evocación de aquél pasado
puede resultar desconcertante por desconocimiento del ambiente social de la
época. Pero sobre todo le faltará el interés que suscitan las vivencias que son
compartidas por el lector.
Una digresión final: El jinete
polaco, frecuentemente citado en la novela, es un pequeño oleo sobre
lienzo, atribuido a Rembrandt, que actualmente pertenece a la Frick
Collection de Nueva York. Se trata de un cuadro envuelto en la duda y el
misterio en cuanto a su autoría y la personalidad del sujeto retratado, real o
simbólico.
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