jueves, 14 de abril de 2022

LA EDAD DE LA PENUMBRA. Catherine Nixey

        Muchos historiadores y literatos, de todas épocas, sintieron un cierto atractivo por analizar y narrar la  decadencia o  ruina de imperios, reinos y civilizaciones. Es quizás la consecuencia de una idea con tintes de melancolía romántica expresada en la frase latina “sic transit gloria mundi”. La versión religiosa de una verdad: nada humano dura eternamente.

        En el ámbito de nuestra civilización occidental, el británico Edward Gibbon (1737- 94) fue el primero en estudiar el ocaso de la cultura latina en su obra “Historia de la decadencia y caída del imperio romano”. Un siglo más tarde, el alemán Theodor Mommsen también analizó las causas de esa caída en su “Historia de Roma”. A partir de estos, un sinfín de historiadores han estudiado la etiología de ese hundimiento desplegado en distintos factores: económicos, religiosos, políticos y culturales, pero siempre superando la visión simplista y unitaria de las invasiones bárbaras. Algunos incluso comparten la opinión de que los bárbaros no fueron un problema sino la solución a una prolongada decadencia. Esa idea fue compartida y trasladada a la poesía por Constantino Cavafís en su poema “Esperando a los bárbaros”.

        El libro que hoy comento se centra en exclusiva en una de esas causas. La intención del mismo se expresa claramente en el subtítulo: “Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico”. Su autora es Catherine Nixey, formada como historiadora en Cambridge, inicialmente dedicada a la docencia y posteriormente al periodismo cultural en el Times. Esa última faceta me parece determinante porque imprime un cierto dinamismo a la rigidez estructural propia del estudio histórico.

        La edad de la penumbra (2018) fue el primer libro de la escritora británica. En el desarrollo de la obra regresa a la tesis de Gibbon, en el sentido de postular al cristianismo como uno de los factores más importantes en la destrucción del imperio romano. Con esta premisa desató una importante polémica desde el principio. Para empezar, fue todo un éxito de ventas y consiguió premios y menciones como libro del año. Los historiadores y críticos se dividieron en dos bandos. Los partidarios alabaron el carácter provocativo y desmitificador del estudio que combina la documentación y autoridad de una académica con la expresividad propia del periodismo, que acude incluso a la ironía y el humor en aras de la divulgación. Entre los detractores, muchos más, se ha destacado la generalización partiendo de evidencias limitadas, también las exageraciones derivadas de una mala comprensión de los contextos históricos. Los críticos más radicales la han tachado de atea o agnóstica, pero tampoco podemos obviar la dificultad de algunos para superar prejuicios religiosos que forman parte de nuestra educación y cultura cristiana de muchos siglos.

        En realidad, lo que la escritora pretende demostrar no es que el cristianismo fuera causa principal de la caída del imperio romano, sino su papel en la desaparición, no solo de la religión pagana, sino del arte, las ciencias y la cultura grecolatina. Según Nixey, con el triunfo del cristianismo y su imposición como religión oficial del Imperio, los cristianos, reforzados con la sangre de sus mártires, pasaron de perseguidos a perseguidores. Consideraron al paganismo y sus dioses como creaciones del demonio y procedieron a una sistemática destrucción de templos, estatuas, pinturas y sobre todo de libros y bibliotecas. Todo justificado cristianamente como método de salvación de paganos y herejes, con el beneplácito e instigación de los apologistas y grandes padres de la iglesia. El proceso fue lento y duró desde el siglo IV a VI, desde el Bajo Imperio Romano hasta la Alta Edad Media.

        La estructura narrativa del relato no es lineal en lo cronológico, como suele ser habitual en los tratados históricos. Entre la exposición de los hechos documentados se intercalan historias más o menos legendarias a modo de digresión, tales como el asesinato de la filósofa Hipatia, la destrucción del templo de Serapis en Alejandría o el éxodo de los últimos siete filósofos de Atenas a la Persia de Cosroes, que parecía ser más tolerante con sus doctrinas.

        La escritora reconoce que parte de la cultura grecolatina fue salvada por los monasterios, pero a costa de someter los textos a una rígida censura que mantenía solo los libros de autores clásicos que catalogaron de filo-cristianos, como Séneca, mientras expurgaban las filosofías consideradas perniciosas, como el epicureísmo o el cinismo. También se eliminaron textos científicos que contradecían el creacionismo o la teoría geocéntrica.

        Toda la exposición está avalada por una impresionante bibliografía y los datos históricos se basan en citas de los escritores de la antigüedad. Entre los autores paganos encontramos neutrales como Tácito o Seneca y los enemigos del cristianismo como Celso, Amiano Marcelino o Juliano el Apóstata. Pero son mucho más abundantes las citas de los padres de la iglesia, Principalmente Agustín de Hipona, Jerónimo o Juan Crisóstomo. También de apologistas como Orígines o Tertuliano. Todos ellos parecen reforzar en sus escritos las tesis de la autora.

        Para terminar, el libro no me parece un rechazo de nuestra cultura cristiana y sus logros. Más bien es un lamento por la pérdida de gran parte de la cultura grecolatina y el atraso de siglos que supuso. En cierto sentido también un canto a la tolerancia religiosa. Algunos de los hechos narrados son verdades evidentes y contrastadas, otros deben ser cuestionados admitiendo que las fuentes de la antigüedad clásica son siempre parciales, y los estudios históricos modernos necesitan ser contrastados entre distintos autores.

    De todas formas se trata de una lectura que aúna  rigor documental y amenidad. Puede ser leída por cualquier aficionado a la historia sin necesidad de formación académica. 

 

 

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