Muchos historiadores y literatos, de todas épocas, sintieron un cierto atractivo por analizar y narrar la decadencia o ruina de imperios, reinos y civilizaciones. Es quizás la consecuencia de una idea con tintes de melancolía romántica expresada en la frase latina “sic transit gloria mundi”. La versión religiosa de una verdad: nada humano dura eternamente.
En el ámbito de nuestra civilización occidental, el británico Edward Gibbon (1737- 94) fue el primero en estudiar el ocaso de la cultura latina en su obra “Historia de la decadencia y caída del imperio romano”. Un siglo más tarde, el alemán Theodor Mommsen también analizó las causas de esa caída en su “Historia de Roma”. A partir de estos, un sinfín de historiadores han estudiado la etiología de ese hundimiento desplegado en distintos factores: económicos, religiosos, políticos y culturales, pero siempre superando la visión simplista y unitaria de las invasiones bárbaras. Algunos incluso comparten la opinión de que los bárbaros no fueron un problema sino la solución a una prolongada decadencia. Esa idea fue compartida y trasladada a la poesía por Constantino Cavafís en su poema “Esperando a los bárbaros”.
El libro que hoy comento se centra en
exclusiva en una de esas causas. La intención del mismo se expresa claramente
en el subtítulo: “Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico”. Su
autora es Catherine Nixey, formada como historiadora en
Cambridge, inicialmente dedicada a la docencia y posteriormente al periodismo
cultural en el Times. Esa última faceta me parece determinante porque imprime
un cierto dinamismo a la rigidez estructural propia del estudio histórico.
La edad de la penumbra (2018)
fue el primer libro de la escritora británica. En el desarrollo de la obra regresa
a la tesis de Gibbon, en el sentido de postular al cristianismo como uno
de los factores más importantes en la destrucción del imperio romano. Con esta
premisa desató una importante polémica desde el principio. Para empezar, fue
todo un éxito de ventas y consiguió premios y menciones como libro del año. Los
historiadores y críticos se dividieron en dos bandos. Los partidarios alabaron
el carácter provocativo y desmitificador del estudio que combina la
documentación y autoridad de una académica con la expresividad propia del
periodismo, que acude incluso a la ironía y el humor en aras de la divulgación.
Entre los detractores, muchos más, se ha destacado la generalización partiendo
de evidencias limitadas, también las exageraciones derivadas de una mala
comprensión de los contextos históricos. Los críticos más radicales la han
tachado de atea o agnóstica, pero tampoco podemos obviar la dificultad de
algunos para superar prejuicios religiosos que forman parte de nuestra
educación y cultura cristiana de muchos siglos.
En realidad, lo que la escritora
pretende demostrar no es que el cristianismo fuera causa principal de la caída
del imperio romano, sino su papel en la desaparición, no solo de la religión
pagana, sino del arte, las ciencias y la cultura grecolatina. Según Nixey,
con el triunfo del cristianismo y su imposición como religión oficial del
Imperio, los cristianos, reforzados con la sangre de sus mártires, pasaron de
perseguidos a perseguidores. Consideraron al paganismo y sus dioses como
creaciones del demonio y procedieron a una sistemática destrucción de templos,
estatuas, pinturas y sobre todo de libros y bibliotecas. Todo justificado
cristianamente como método de salvación de paganos y herejes, con el
beneplácito e instigación de los apologistas y grandes padres de la iglesia. El
proceso fue lento y duró desde el siglo IV a VI, desde el Bajo Imperio Romano
hasta la Alta Edad Media.
La estructura narrativa del relato no
es lineal en lo cronológico, como suele ser habitual en los tratados
históricos. Entre la exposición de los hechos documentados se intercalan
historias más o menos legendarias a modo de digresión, tales como el asesinato
de la filósofa Hipatia, la destrucción del templo de Serapis en Alejandría o el
éxodo de los últimos siete filósofos de Atenas a la Persia de Cosroes, que
parecía ser más tolerante con sus doctrinas.
La escritora reconoce que parte de la
cultura grecolatina fue salvada por los monasterios, pero a costa de someter
los textos a una rígida censura que mantenía solo los libros de autores
clásicos que catalogaron de filo-cristianos, como Séneca, mientras expurgaban
las filosofías consideradas perniciosas, como el epicureísmo o el cinismo.
También se eliminaron textos científicos que contradecían el creacionismo o la
teoría geocéntrica.
Toda la exposición está avalada por
una impresionante bibliografía y los datos históricos se basan en citas de los
escritores de la antigüedad. Entre los autores paganos encontramos neutrales
como Tácito o Seneca y los enemigos del cristianismo como Celso, Amiano
Marcelino o Juliano el Apóstata. Pero son mucho más abundantes las citas de los
padres de la iglesia, Principalmente Agustín de Hipona, Jerónimo o Juan
Crisóstomo. También de apologistas como Orígines o Tertuliano. Todos ellos
parecen reforzar en sus escritos las tesis de la autora.
Para terminar, el libro no me parece un rechazo de nuestra cultura cristiana y sus logros. Más bien es un lamento por la pérdida de gran parte de la cultura grecolatina y el atraso de siglos que supuso. En cierto sentido también un canto a la tolerancia religiosa. Algunos de los hechos narrados son verdades evidentes y contrastadas, otros deben ser cuestionados admitiendo que las fuentes de la antigüedad clásica son siempre parciales, y los estudios históricos modernos necesitan ser contrastados entre distintos autores.
De todas formas se trata de una lectura que aúna rigor documental y amenidad. Puede ser leída por cualquier aficionado a la historia sin necesidad de formación académica.
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