Hoy doy comienzo al comentario con un pensamiento o sensación particular que puede parecer un tanto radical: Desde hace algún tiempo me aburren esas interminables novelas que alargan la trama a base de aclaraciones innecesarias o digresiones sin sentido, con el inconfesable objetivo de alcanzar el número de páginas necesario para justificar el precio de venta. Pura literatura al peso. No sé si el cansancio lo provoca mi evolución como lector o son cosas de la edad tardía. Lo cierto es que valoro más la narrativa capaz de resumir en un relato corto elementos tales como profundidad conceptual y belleza estética, emotividad sin sensiblería o reflexiones y memoria del pasado que sentimos como nuestra.
Julio Llamazares (1955) me parece un maestro en ese tipo de literatura que dice mucho con pocas palabras. Al menos esa fue mi impresión cuando lo descubrí en Distintas formas de mirar el agua (2015), confirmada ahora con el libro que hoy comento. El escritor leonés es versátil. Reúne una extensa producción en novela, pero también en literatura de viajes, guiones cinematográficos y colaboraciones de prensa. Tuvo sus comienzos en la poesía y esto se refleja en el resto de su obra que, a decir de los críticos, está impregnada de prosa poética. Yo creo que lo poético no está tanto en el lenguaje, por lo demás sencillo, preciso y directo, sino en el fondo del relato. En este sentido estoy de acuerdo con la opinión del propio autor cuando dice que su visión de la realidad es poética.
Vagalume (2023) es su última obra. Es una
novela cebolla, un símil que he leído en algún escrito, en cualquier caso,
apropiado para definir varias capas o lecturas que pueden valorarse en su
conjunto o separadas. Borges era un experto en este tipo de literatura.
En nuestro caso, la primera capa es la más evidente. Se trata de un relato de
intriga que atrapa al lector y lo conduce hasta un desenlace que se deja
abierto a la interpretación. Lo sorprendente aquí es que no estamos ante una
complicada trama detectivesca. Por el contrario, es muy sencilla, emotiva y
humana, pero hasta cierto punto previsible, casi diríamos cotidiana, y lo
difícil es mantener el suspense y la coherencia argumental con tan escasos elementos.
La historia la narra en primera
persona un narrador protagonista y testigo. Conocemos su nombre, Cesar,
un escritor que retorna a la ciudad de su juventud para despedir a otro
escritor y periodista recién fallecido, Manolo Castro, el que fuera su
maestro, amigo y consejero. De forma anónima le entregan a Cesar un
libro de aquel, inédito y censurado, y esto despierta la curiosidad del
protagonista y lo lleva a indagar en la vida de su amigo que presenta
sugerentes y secretas lagunas. El relato se desarrolla en dos planos
temporales, los recuerdos evocados en torno a los años setenta del pasado siglo
y la actualidad. Ambos se desarrollan en el marco espacial de una ciudad cuyo
nombre no se cita, pero es fácil de identificar con León. Los personajes,
familiares y amigos del fallecido aportan su opinión subjetiva sobre el mismo,
en una estructura narrativa coral que ya ensayó Llamazares en Distintas
formas de mirar el agua.
A esa trama se añade una segunda capa referida a varias frases. Una cita de William Faulkner: “entre la pena y la nada elijo la pena”. Otras se ponen en boca de Carracedo un periodista escéptico, de vuelta de todo: “todos tenemos tres vidas, la pública, la privada y la secreta”. ”A partir de cierta edad todos somos ya supervivientes”. “El carácter es el destino”. Esas frases se repiten a lo largo de la trama y no sólo sirven para dar sentido a la investigación sino que motivan una serie de reflexiones en torno a la soledad esencial del ser humano; la fragilidad de la memoria y la delgada línea que separa realidad de ficción; la nostalgia del pasado y del tiempo perdido que se nos escapa de las manos; la inexistencia del destino y la propia responsabilidad en la forja de nuestra existencia.
Una tercera capa es la metaliteraria y
autorreferencial. Imposible no apreciar en el protagonista similitudes
autobiográficas con el propio autor. Un escritor que investiga la vida de otro
escritor da pie para reflexionar en torno al solitario oficio de escribir. Es
literatura sobre literatura. Esta última se relaciona con otra capa más
alegórica. El propio título, Vagalume, una palabra gallega que significa
luciérnaga, y la portada del libro con esas ventanas sucesivas y el juego de
luces y sombras, aluden no solo a los protagonistas, escritores nocturnos, sino
también a la literatura como luz que ilumina al lector inmerso en las sombras
de un mundo plagado de inquietudes e inseguridad.
Estamos pues ante una novela tan rica
en matices que es difícil de resumir. Tampoco parece acertado insistir en el
argumento cuya mejor virtud es ser progresivamente desvelado. De otra parte,
confieso que hay una cierta complicidad que justifica mi predilección por las
obras de Julio Llamazares. Ambos tenemos la misma edad, pertenecemos a
la misma generación. La diferencia de mentalidad colectiva -si es real ese
tópico- que pueda distanciar a un leonés de un andaluz no es suficiente para
impedir la proximidad que procura el compartir similares recuerdos de infancia
y juventud. Quizás esa cercanía en la nostalgia del pasado me lleva a identificarme con muchas de las reflexiones y emociones del escritor.
Para terminar, lectura muy
recomendable. Sensibilidad y poesía encerrada en tarro pequeño.
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