Parece
triste y paradójico que sea la muerte de un escritor lo que haga visible su
figura literaria y su obra. Eso es lo que me ha sucedido con Rafael Chirbes (1949-2015), al
que no conocía hasta ahora, cuando ha sido noticia su fallecimiento hace menos de un mes. Esta lectura es pues una especie de
homenaje póstumo al tiempo que insuficiente reparación de mi ignorancia sobre
el panorama literario actual.
Tras consultar
datos sobre la biografía de este autor valenciano, no demasiado abundantes por
cierto, deduzco que fue más conocido en su
faceta de crítico literario y articulista de prensa; que su renuencia a
conceder entrevistas le pudo restar difusión mediática; que llegó a publicar
unas diez novelas y algunos ensayos, y que su narrativa pretende retratar a la
sociedad española en su evolución desde la posguerra a la actualidad. Una
memoria marcada por el desaliento, el pesimismo histórico y la constante denuncia
de las falsedades de la transición democrática que bajo el cambio de régimen e
instituciones oculta tópicos y vicios
propios del franquismo.
Cuando comencé La buena letra (1992) pensé que se trataba de uno más entre los
abundantes relatos de posguerra que se siguen editando en nuestro país, pero
creo que me equivoqué en esa impresión inicial. Es verdad que el ambiente que
rodea a los personajes es la pintura cruda y realista de aquellos años de
miseria y humillación, pero está difuminado y pronto notamos que no será
decisivo en la trama argumental, por más
que nuestra guerra civil y las secuelas
de la misma marcaran su impronta en toda una generación. No estamos, en mi
opinión, ante una novela que se inscriba en el llamado realismo social,
aunque pueda parecerlo, tampoco la acción es lo decisivo en la trama
argumental. Es más bien un relato de personajes, la mayoría gente sufrida y
sencilla, que fueron arrastrados por la
riada de la historia y quedaron marginados como restos de aluvión, frente a
unos pocos que, a nado de su ambición, supieron medrar en la sociedad de los
vencedores. Es también una introspección
en la intimidad de los mismos, en sus relaciones familiares, en su vida
cotidiana llena de frustraciones y afán de supervivencia.
Para conseguir ese efecto intimista es
decisiva la estructura de la narración configurada como una especie de memorias
que la protagonista, Ana, escribe ya anciana, sobre la
década de los 90. El primer y último capítulo, escritos en letra cursiva,
parecen referidos a su presente y el resto, narrados en primera persona, son
los recuerdos de toda una vida de entrega y fidelidad, también duramente
marcada por la deslealtad de otros, los propios deseos frustrados y hasta la
culpa inocente por un amor imposible. Unas memorias destinadas a un hijo que no
vivió esos recuerdos, al que frecuentemente se dirige en segunda persona a modo
epistolar, en una especie de testamento vital que expresa su desesperanza y duda
sobre la utilidad de sus esfuerzos. El
lenguaje es sencillo y nos sugiere bastante más de lo que se dice. En conjunto,
la estructura focalizada y el tono intimista, configuran una historia emotiva y
humana que trasciende el marco histórico y social y nos resulta atractiva a
pesar de ese desencanto que el autor
imprime en sus personajes.
Para terminar, no me atrevería a
calificar esta novela como excepcional pero a mí me ha gustado. Y eso porque,
como heredero de aquella desgraciada generación de posguerra, me siento aludido
en ese hijo destinatario de las memorias. Muchos de nosotros hemos oído en la
infancia historias parecidas o reconocemos, en familiares próximos o lejanos,
los rasgos y actitudes de algunos personajes. Y
sí es verdad que comparto cierto pesimismo en vista de la deriva
sociológica de nuestra actual democracia, a nivel personal me siento orgulloso
y deudor del sacrificio de los que nos precedieron. Creo que mereció la pena, y
no estoy seguro de que la siguiente generación piense igual de la nuestra.
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