Luis
Landero (1948) es un escritor poco prolífico, nueve novelas y alguna obra más
en treinta años, pero se ha convertido en una de las figuras esenciales de la
narrativa española actual. La crítica ha reconocido su calidad literaria
y la profunda penetración en el retrato psicológico de sus personajes. Se dio a
conocer con la primera novela, Juegos de la edad tardía (1989). Le
siguieron otras que han consolidado su fama y merecido muchos premios
literarios. Esta que comento hoy es la última y me ha gustado tanto como la
primera. Son las dos únicas que he leído de este autor. Reconozco en ambas su
estilo tan personal y el recurrente análisis de los conflictos del alma humana,
la indagación en la insatisfacción y frustraciones de sus personajes y en la
manera de evadirse de ellas, que van desde la inocente fantasía al autoengaño.
También detecto diferencias entre las dos obras y sus protagonistas, porque Gregorio
Olías, en Juegos de la edad tardía, intenta superar su mediocridad
desdoblándose en Faroni, una figura surrealista no exenta de rasgos
humorísticos; en cambio los personajes de esta última novela parecen recrearse
en sus rencores sin solución. Si ambas obras destilan un cierto pesimismo
vital, la primera era, de alguna forma, ilusoria y luminosa y esta última más
dramática y sombría. No sé, en qué medida pueda significar esto una evolución
anímica del escritor.
Lluvia fina (2019) afronta la dificultad
de las relaciones familiares. Una amalgama de experiencias de infancia y
juventud que, tergiversadas por la memoria, condicionan nuestra personalidad.
Recuerdos que duelen y sirven para justificar los fracasos personales. Olvidos
parciales que alivian el sentimiento de culpa.
En el
primer capítulo, un narrador en tercera persona expone la idea directriz que
trasciende la historia y será reiterada en el último: que las palabras y los
relatos nunca son inocentes porque recogen impresiones, conjeturas y sueños que
la memoria modifica y una vez expresados verbalmente conforman una nueva
realidad, reconstruida a base de mentiras y medias verdades. Un relato, una
nueva verdad que no es inocente porque a menudo tiene una finalidad redentora o
expiatoria que intenta liberarnos de nuestra responsabilidad.
Al comienzo
el narrador omnisciente nos presenta a los personajes de la trama argumental.
Una familia, madre viuda y tres hijos, Sonia, Andrea y Gabriel.
También a Aurora, la cuñada, una mujer que sabe escuchar, tolerante y
receptiva a las confidencias de los demás, que poco a poco se vislumbra como la
protagonista principal. Gabriel prepara y convoca a la familia a una
fiesta en el ochenta cumpleaños de la madre. A partir de ahí se multiplican las
voces narrativas en continuos diálogos telefónicos entre los hermanos y las
confidencias de estos con Aurora, considerada por todos neutral, a la que
explican distintas versiones de los mismos hechos.
En el marco
de este enfoque narrativo múltiple, el relato se desarrolla de forma circular
porque desde el presente de esa anunciada fiesta, se retrotrae a los recuerdos
del pasado, configurando así la historia familiar. A medida que avanza la
narración aumenta en dramatismo, desde los pequeños rencores entre hermanos
hasta la cruda descripción de los traumas personales, en ocasiones de un
naturalismo impactante. Por fin se retorna al presente, al cumpleaños, hasta el
desenlace brusco y sorprendente, aunque un poco forzado y dudosamente creíble.
En ese
juego de relatos cruzados, el narrador omnisciente (o el escritor) peca de
cierto maniqueísmo porque concede a algunos personajes la posibilidad de
desmentir o justificarse ante las versiones de los demás, mientras que a otros se
la niega. Esa imposibilidad es manifiesta con la madre, un personaje que parece
evocar La casa de Bernarda Alba. Más aún en el caso de Horacio, primer
marido de Sonia, por más que sea una figura aborrecible.
En fin, Luis Landero es todo un
maestro en ese subgénero narrativo conocido como novela psicológica y con ésta
lo demuestra una vez más. Un libro estupendo, aunque su realismo y dureza
produzcan cierto desasosiego. Porque en nuestras propias relaciones familiares
casi todos tenemos pequeñas cuentas pendientes del pasado, quizás no tan
dramáticas pero que están ahí, en el fondo de la memoria, tergiversadas, como
un sedimento profundo que amenaza con aflorar a la superficie en un relato que
nunca es inocente.
Efectivamente un relato nunca es inocente como dice el autor, por debajo subyace la subjetividad del narrador. Yo misma dudo de que mis recuerdos ocurrieran tal y como yo los cuento, me temo que no, que algo habré trastocado, eso sí sin intención, ¿o tal vez con ella? Eso es lo que tiene la lectura que te hace dudar de todo.
ResponderEliminarEs así. Pero de la duda, incluso de nosotros mismos, nace el conocimiento y nuestra verdad más íntima. Un abrazo.
ResponderEliminarLe doy vueltas a lo de la tercera persona. Yo veo en el primer capítulo la primera persona en posesivos, verbos (nuestra, usamos), antes de cederle la voz a Aurora. No sé si más testigo que omnisciente, omnisciente aunque en primera persona... Complejo. Maravilloso.
ResponderEliminarSiento lo del anonimato. Carmen es mi nombre.
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