Debo
reconocer que hasta hoy lo ignoraba todo sobre esta escritora leonesa. Y eso a
pesar de su resonante apellido que tomó tras enviudar de su marido, el también
escritor Ignacio Aldecoa. Quizás esa decisión tuvo que ver con la
intención promocional de aprovechar la mayor popularidad de éste como autor
consagrado. De cualquier forma, si repasamos la biografía de Josefina Aldecoa (1926-1911)
constatamos una considerable producción narrativa de alto contenido
autobiográfico. Los críticos literarios la incluyen en la llamada Generación
del 50, un grupo de escritores, en su mayoría miembros de la alta
burguesía, que retrató con descarnado realismo la sociedad de aquellos años, guardando un frio distanciamiento del franquismo
pero sin intención crítica hacia el régimen. A ella
pertenecieron entre otros Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez
Ferlosio, Jesús Fernández Santos y su propio marido. Pero lo que más
llama la atención de esta autora es su experiencia pedagógica que le llevó a
fundar en 1959 un colegio, ciertamente elitista, inspirado en las ideas
educativas del krausismo y con la base ideológica de humanismo laico propia de
la Institución Libre de Enseñanza. La plasmación concreta de ese experimento
educativo de inspiración anglosajona me parece una gran hazaña en aquellos años
de vigencia triunfal de la educación nacional católica.
Esta novela
que comento fue escrita cuando la autora tenía 24 años, pero no fue editada
hasta 2005, seis años antes de su muerte. Hago esta aclaración para justificar,
en base a una supuesta inmadurez creativa, la falta de atractivo que en mi
opinión tiene el relato. Se alegará en mi contra que es injusto valorar por una
sola obra la totalidad de una producción literaria. También se dirá que la
apreciación subjetiva a veces no concuerda con criterios más objetivos de
calidad literaria, una idea que yo he defendido en muchas ocasiones. Pero una
lectura debe, ante todo, enganchar al lector mediante recursos tales como
intensidad dramática, suspense de la narración o belleza de estilo, en suma,
algo que mantenga la curiosidad y evite el tedio. Creo que esta novela, aún con
valores reconocibles, presenta carencias que desalientan la lectura, en mi caso
sólo incentivada por la disciplina que me exijo ante una obra propuesta por mi
club de lectura.
La casa gris es una novela autobiográfica.
Cuenta una experiencia de la escritora cuando en el verano de 1950 viajó a
Londres con finalidad de ampliar estudios y se instaló durante tres meses en
una residencia femenina costeando su condición de huésped con trabajos de
sustitución del servicio en periodo de vacaciones. La casa era una antigua
mansión señorial cuyas instalaciones y costumbres sociales me hacen recordar
los colegios mayores de Cambridge. La narradora en primera persona es la
protagonista, Teresa, alter ego de la escritora. Para superar la
condición de narradora testigo que limita las posibilidades del relato, se
alterna con otra voz narrativa, omnisciente en tercera persona, que permite
trascender los diálogos con el añadido de las reflexiones íntimas de los
personajes, femeninos todos a excepción del portero de noche. Ante el lector
van desfilando sucesivamente cada una de ellas a medida que se relacionan con
la protagonista, en escenas cortas y alternantes que permiten vislumbrar su
carácter y sus inquietudes. De entrada, es un problema la
multiplicidad de personajes y la excesiva fragmentación de las escenas que
dificulta el retrato psicológico de los mismos. La ausencia de argumento no
sería problema en el caso de unas memorias, pero es una carencia si hablamos de
una novela. Los capítulos encabezados por fechas refuerzan la sensación de
estar ante un diario. Nos hablan de las rutinas de la casa y de los
superficiales rituales de relación entre las residentes. Es el monótono paso de
los días sin nada inquietante o interesante que destacar. En resumen, el
realismo descriptivo más absoluto. Esta carencia argumental no se compensa con
recursos literarios como el humor, la ironía o la parodia. Tampoco se aprecia
un atisbo de suspense o se insiste en aspectos como la tradición o la historia.
Como lejano telón de fondo apreciamos una ciudad casi recién salida de la
guerra mundial, con solares aún ruinosos por causa de los bombardeos. Las
diferencias sociales se ponen de manifiesto en la clasista relación estamental
entre el servicio de una parte y los directivos y las residentes por otra, en
el más puro estilo de aquella famosa serie británica de los 70, Upstairs,
Downstair. Teresa, como perteneciente a los dos estamentos, es el
nexo de unión entre ambos mundos. Arriba, la flema, la rigidez metódica y los
prejuicios de clase o raciales de la directora o la administradora. Entre las
residentes los sentimientos más diversos; soledad, miedo a envejecer, fracaso
sentimental, el puritanismo de unas, los celos llevados hasta la histeria en
otras. Emociones reprimidas o
disimuladas en el té de la tarde o las celebraciones anuales del protocolo.
Abajo, algo más de vida. Las espontáneas y sinceras efusiones sentimentales de
camareras y cocineras, los cotilleos, las jornadas de trabajo agotadoras, los
aprietos económicos de unas y la sencilla felicidad de otras.
Pero a
pesar de ese despliegue de sentimientos y emociones, los personajes, solo
quedan esbozados y el resultado es tan gélido como ese frio húmedo londinense
que tan bien se describe. En mi opinión un neorrealismo sin alma, más británico
que latino.
No me cabe
ninguna duda. El viaje y la prolongada estancia de la joven escritora en
Londres debió resultar una experiencia altamente enriquecedora. Pero su
traducción a la novela adolece de recursos literarios que compensen la evidente
ausencia de tensión narrativa. No me extraña que el manuscrito quedara olvidado
en un cajón y fuera recuperado tardíamente por la hija. Espero que futuras
novelas de Josefina Aldecoa me liberen de los prejuicios condicionados
por ésta.
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