La literatura de viajes es un subgénero narrativo que, en su indudable atractivo, mantiene plena vigencia desde tiempos remotos hasta nuestros días, que es tanto como decir desde Homero a Javier Reverte. Es además una especialidad conceptualmente amplia que acoge tanto el viaje real como el ficticio, la frialdad de la crónica junto al relato más subjetivo e intimista.
En mi opinión el viaje y su narración
puede ser entendido de dos formas bien distintas. La primera y más popular es
el viaje de aventuras; tan ancestral y mítico que está en el origen de la
literatura, la Odisea. En esta especialidad podemos citar multitud autores y
obras que pueden integrar, en un mismo relato, experiencia vital y desbordante
imaginación. Desde la medieval aventura de Ruy González de Clavijo en su
Embajada a Tamorlán, a los viajes de Conrad por los mares del Sur.
Una segunda opción, quizás menos
difundida pero tan literaria o más que la anterior, es el viaje entendido como
indagación en la historia, las costumbres y el arte, basado en la curiosidad
por exótico o la identificación con lo propio.
Esos libros son una especie de viaje interior, porque enriquecen en lo
íntimo y fomentan la búsqueda de nuestras raíces y la tolerancia hacia otras
culturas cuando encontramos los elementos comunes que nos unen como seres
humanos. En esa línea está la obra objeto de este comentario.
No hace mucho que descubrí a Rafael Chirbes (1949-2015) en su novela La buena letra (1992), un retrato de la dura posguerra española. El escritor valenciano fue también periodista, crítico literario e impenitente viajero.
Mediterráneos (1997) es un corto ensayo que recoge hasta doce artículos dedicados a otras tantas ciudades que, como puntos, integran y rodean ese mar formando un círculo que es la expresión metafórica y unitaria de nuestra cultura, diversa y compartida al mismo tiempo. En el epílogo, el autor dice haberlos escrito en el contexto de sus reseñas gastronómicas para la revista Sobremesa, y están datados en la década de los 90. En el prólogo compara estos viajes con un juego de ecos y espejos que siempre terminan por devolverle a sí mismo, a sus raíces de hombre mediterráneo. Más que previsibles visitas turísticas o acontecimientos anecdóticos, el viajero protagonista recoge sentimientos, evocaciones históricas e impresiones sensoriales de todo tipo, visuales, auditivas y olfativas. Los pinares junto a las dunas de la playa en su tierra valenciana, o el caos y la multiplicidad de olores en los mercados de las ciudades ribereñas del sur, son como partículas sensoriales que provocan sentimientos y recuerdos de infancia que reconoce como suyos.
Por aludir superficialmente a las
ciudades y lo que inspiran al escritor, citaré algunas: Creta en sus
contrastes de paisaje, como cuna histórica de la cultura mediterránea. La
añoranza infantil del barrio viejo de Valencia y su mercado o la
autenticidad de las playas de Denia, perdida tras la especulación
urbanística. La evocación de la riqueza histórica de Estambul. Lyón
como encrucijada entre el norte y el Mediterráneo. Génova, esplendorosa
y decrépita puerta de Italia, puente del comercio marítimo y avariciosa de
tierra. El naufragio interior de Venecia abrumada por el turismo. Alejandría
como ciudad fénix, más soñada que real. El paisaje y los colores de la isla
tunecina de Yerba. Roma, la ciudad hojaldre con muchas capas
sedimentadas de historia y cultura. Hasta tiene cierto sentido poético el
artículo sobre el Benidorm invernal de jubilados y convalecientes como
expresión del estado del bienestar contemplado desde sus rascacielos.
Naturalmente, no todos los artículos
tienen la misma intensidad y el lector se identificará con ellos, en mayor o
menor medida, según haya viajado o no, a las ciudades de referencia. En mi
caso, es una suerte haber elegido muchos de esos destinos en mis escasos
periplos. Ahora, en la madurez, intento en lo posible ser más viajero que
turista. Y a falta de viajes, también valoro las ciudades literarias. Puedo
decir que no me perdería en el Estambul de Orham Pamuk, que aún
no he visitado, aunque espero hacerlo, ni tampoco en la Alejandría de Constantino
Kavafis o de Terenci Moix, donde nunca pasearé por la Corniche
ni la orilla del lago Mareotis por más que conozca la exacta
localización del hundido palacio de Cleopatra o del Heptaestadio y la isla de
Pharo.
En fin, estamos ante una serie de artículos
que pueden arrancar recuerdos y sensaciones vividas o dejarnos totalmente
indiferentes.
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