En varias entradas anteriores he glosado de sobra la figura de este escritor reconocido como un clásico del XX y uno de mis autores favoritos. Stefan Zweig (1881-1942) desarrolló, en efecto, toda su producción en la primera mitad de ese siglo pero, admitiendo su personal estilo literario, no dejo de reconocer en el mismo claros rasgos de los movimientos artísticos del XIX: la precisión descriptiva del realismo junto al dramatismo propio del romanticismo. La influencia de este último me parece tan evidente que me atrevería a calificar al escritor como un posromántico, el último y anacrónico de los románticos.
Este volumen recoge dos relatos cortos
del escritor austriaco. Aunque muy distintos en la trama argumental e incluso en la
estructura narrativa, ambos están unidos por un nexo común, el amor no
correspondido. Como tal, ese tema se presta de entrada a lo dramático que
anticipa trágicos finales. En Carta de una desconocida (1922) el
desenlace se hace patente desde el principio. Como indica el título, la historia
pertenece al subgénero epistolar, un recurso frecuente en los escritores del
XVIII y XIX. Es la carta que una mujer enamorada dirige, en su lecho de muerte,
al sujeto de su amor, un famoso novelista algo ególatra y mujeriego que nunca
la reconoció. Sabemos que la protagonista escribe la carta cuando acaba de
enterrar a un hijo de poca edad, muerto por gripe, y ella agoniza quizás por la
misma enfermedad. En vista a la fecha del relato, no resulta arriesgado pensar
que se trata de la gripe española del año 18, aunque no se ofrecen datos
concretos para no desviar la atención, focalizada siempre en la sacrificada
amante y en su amado. En suma, un amor siempre excesivo y por tanto romántico.
Platónico en la infancia cuando una niña de 13 años vigila desde su ventana a
su idolatrado amor, su vecino. Obsesivo después, siempre dispuesto a la
entrega. Las circunstancias propician aproximaciones al amado, pero él nunca la
reconoce, envuelto como está en una intensa vida social de la cual es el centro
y señor absoluto. Ella pasa por todas las fases de un amor desesperado; celos,
desilusión y sacrificio que la conducen a situaciones paradójicas. La historia
se va abriendo y nos ofrece pequeños giros que mantienen nuestra atención hasta
el esperado final.
En Leporella (1935) se percibe más la
influencia del realismo, sobre todo en las minuciosas descripciones de los
rasgos físicos y gestos de los personajes, y de cómo éstos traducen el estado
anímico y el carácter de los mismos. No obstante, el desarrollo de la acción
crea situaciones de tensión y miedo latente fundado en la sospecha. Eso
propicia un terror más insinuado y sutil que concreto, rasgos típicos del
romanticismo.
Es la historia de Crescenz, una
mujer madura, oriunda del Tirol, poco agraciada en su aspecto físico, taciturna
y de carácter hosco que desempeña desde su infancia trabajos de criada y
cocinera. Entra al servicio del barón F, joven aristócrata venido a menos y
casado con una burguesa rica mayor que él. Poco a poco la cocinera comienza a
sentir nuevas sensaciones que transforman su carácter. Algo parecido a un amor
servil por el barón. Vive para él y para favorecer sus aventuras amorosas, lo
cual la hace merecedora del apodo de Leporella, alusión jocosa al criado
del Don Giovanni de Mozart, Leporello. No diré más sobre
el desarrollo de la trama que en este caso no es tan explícita como en el
anterior relato.
Ambas historias están escritas en un
estilo elegante que no necesita de artificios literarios para agradar. Es
evidente en los mismos la profundidad psicológica en el retrato de los
personajes, uno de los rasgos que más definen la obra de Stefan Zweig.
En fin, una agradable lectura.
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