El teatro es tan antiguo como la civilización. Su significado ha evolucionado con el tiempo y según los tipos o subgéneros. Inicial manifestación de carácter sagrado, expresión de una catarsis en el espectador o simple divertimento. Siempre se le supone larga vida pero sufre de crisis periódicas y puede que estemos ante una de ellas. Si exceptuamos la antigüedad clásica nunca fue un espectáculo de masas, pero ahora los cambios sociales producidos por la crisis económica y agravados por la pandemia pueden haber reducido significativamente el número de espectadores.
No puedo asegurarlo, pero
creo los dramaturgos y productores teatrales se han adaptado a estos cambios
propiciando una especie de teatro minimalista, con drástica reducción de
atrezo, decorados y elenco teatral. Hace
ya tiempo que el actor Rafael Álvarez “El Brujo” se inició como
exitoso precursor de un teatro del monólogo que se ajusta a esos mismos
criterios de sobriedad escénica sin perder por ello un ápice de intensidad
dramática. En los últimos días he asistido a una representación de este tipo y
opino que fue muy satisfactoria para los espectadores.
Juan Mayorga
(1965) es un dramaturgo de reconocido prestigio, dentro y fuera de nuestro
país. No voy a exponer aquí su amplio curricum profesional. Solo decir
que este mismo año se le ha concedido el Premio Príncipe de Asturias de las
Letras. Su producción dramática es extensa en obras propias y adaptaciones de
otras clásicas. Precisamente tuve oportunidad de disfrutar de una de ésas
últimas en Jaén, hace ya doce años. Fue una estupenda versión de la tragedia Fedra
de Eurípides, protagonizada por Ana Belén.
Silencio es el
último drama del autor. Estrenado en Madrid a principios de este año, ahora lo
hemos disfrutado en una gira por provincias. Se trata de un monólogo
interpretado magistralmente por Blanca Portillo (1963), una
actriz también de larga experiencia profesional.
El término silencio parece
estar relacionado con el discurso del propio autor para su ingreso en la Real
Academia de la Lengua. En efecto, el argumento comienza con la actriz,
disfrazada de hombre y embutida en un traje de etiqueta, que se dirige a un
supuesto público integrado por académicos, autoridades, familiares y amigos.
Con total y serio sentido del ritual, el discurso versa sobre el silencio en
sus diversas acepciones semánticas y de
lógica filosófica, pues sería como el vacío que da sentido material y alma a la
palabra. Tras ese formal comienzo, las
trama da un giro inesperado, la actriz emerge del impostado personaje e inicia
un monólogo distinto, más visceral y emotivo, y nos habla del silencio en la
vida y su importancia en el teatro. El silencio como marco para resaltar
nuestras propias alegrías y penas, y también su valor dramático, ilustrado
por ejemplos muy bien
escogidos, como la tragedia Antígona
o el drama La casa de Bernarda Alba, entre otros.
En cierto sentido la obra
creo que se acerca mucho al teatro de tesis en cuanto intenta enfrentar al
espectador con los dilemas y conflictos del propio protagonista. También tiene
un claro sentido metaliterario o meta-dramático, es decir, teatro sobre el propio
teatro.
Por lo dicho, se pudiera
pensar que se trata de un drama excesivamente conceptual, pero no es así. La
propia actriz es la encargada de dotarlo de vida e intensidad. Los silencios
intercalados en el monólogo aumentan la tensión, mientras que una expresiva
mímica y hasta cierto grado de improvisación mantienen una vis cómica
que nos alivia. Entre un extremo y otro consigue acaparar la atención del
público hasta el final. Ni que decir tiene, que un drama como este descansa
totalmente sobre las espaldas de la actriz. Es la interpretación, a falta de
diálogos y de ornamentos, la que ocupa totalmente el espacio escénico. Creo que
la elección de Blanca Portillo para el papel ha sido todo un acierto. El
público reconoció su mérito al final de la representación con prolongados y
merecidos aplausos.
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