miércoles, 12 de marzo de 2014

LA TESIS DE NANCY. Ramón J. Sender

El aragonés Ramón J. Sender (1901-1982) es quizás uno de los escritores más representativos de la literatura española en el exilio, del pasado siglo. Fue un joven de carácter rebelde, de formación en parte autodidacta, lector empedernido y con una temprana vocación literaria. Participó en la Guerra de Marruecos en la que alcanzó el grado de alférez. Esta experiencia la reflejó en su primera novela, Imán (1930) de orientación anti-belicista. Durante la República militó en las filas anarquistas y al comienzo de la guerra civil se vio implicado en las luchas de éstos con los comunistas. En este periodo bélico quiero  destacar un cruel episodio biográfico que me ha impresionado; atrapado durante el alzamiento militar en la zona de los sublevados, atravesó las líneas enemigas para incorporarse al ejército republicano después de  separarse de mujer e hijos creyendo ponerlos a salvo en Zamora junto a la familia de ella, que era de ideas conservadoras, pero los represores de retaguardia fusilaron a su esposa al no poderlo apresar a él.  Con la derrota republicana inició un largo exilio que comenzó en Francia, pasando después a México, y a partir de 1942 fijó su residencia en Estados Unidos donde ejerció como profesor de literatura y escribió la mayor parte de su obra, aunque ni siquiera en el supuesto país de la libertad y la democracia dejó de sufrir por sus ideas políticas ya que en San Diego, durante la “caza de brujas” del senador MacCarthy, se vio obligado a firmar un manifiesto anticomunista para no perder su empleo en la universidad. Volvió a  España en 1969 cuando recibió el Premio Planeta por En la vida de Ignacio Morel, y a partir de 1975 pasó largas temporadas en nuestro país. En 1980 solicitó la recuperación de la nacionalidad española, posiblemente con vistas al retorno definitivo que se vio truncado por su muerte.
         Ramón J. Sender me parece un autor difícil de encuadrar en alguno de los movimientos literarios o generaciones de nuestra literatura del siglo XX. Su producción fue abundante e incluye ensayo, teatro, y hasta lírica, pero es en la narrativa donde demuestra más versatilidad  cultivando distintos géneros y temática. Desde las novelas con fuerte carga ideológica de su juventud, a las autobiográficas en la trilogía Crónicas del alba (1942-1966). También hay que destacar sus novelas de postguerra en la línea del realismo social, cuyo mejor exponente es Réquiem por un campesino español (1960) y las novelas históricas como La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964) y El bandido adolescente (1965). Estas tres últimas las leí en distintas épocas, sin orden cronológico ni otro criterio preconcebido, y  en mi opinión ilustran bien la calidad literaria del autor.
         La tesis de Nancy (1962) fue un auténtico éxito de ventas durante los años 60 y 70, tanto que dio pie al escritor para publicar en estas dos  décadas hasta cuatro novelas más con la misma protagonista. Se trata de una novela humorística en la que se utiliza la forma epistolar, una técnica narrativa no muy frecuentada en la actualidad pero sí por los escritores románticos del XIX, entre otros el alemán Goethe (Werther) o nuestro  Gustavo Adolfo Becquer (Cartas desde mi celda). El argumento es simple y muy conocido: Nancy es una americana que viene España, la de los años 60, para documentar una tesis doctoral sobre folklore español, se establece en Alcalá de Guadaira y toma contacto con distintos ambientes de la sociedad sevillana y lo más granado de la gitanería local. Sus impresiones se las cuenta en diez cartas a su prima Betsy.
         La protagonista es joven, inexperta, e ingenua. A pesar de su formación académica, es totalmente ignorante sobre las costumbres españolas y ese contraste es una continua fuente de humor, basado inicialmente en los malentendidos provocados por los dichos y giros del argot sevillano, y calé en particular, los juegos de palabras y los términos mal traducidos. A medida que estos recursos  se van agotando el escritor incide más en  la oposición y el desfase entre la mentalidad liberal de Nancy y el relativo conservadurismo de los españoles de aquella época lo cual da lugar a un sinfín de situaciones cómicas quizás exageradas hasta llegar a lo grotesco. Se busca deliberadamente la explotación jocosa de los tópicos, principalmente los hispanos, pero también los referidos a otras nacionalidades. Puede que haya una crítica velada a esa forma superficial de mirarnos unos a otros, basada en unas pocas ideas simples y preconcebidas, por más que expresen una verdad parcial,  que nos llevan a destacar sólo el exotismo y el tipismo y a no profundizar en el verdadero carácter de los pueblos.
Para terminar, se trata de una novela muy divertida que por desgracia ha sufrido el inevitable desgaste  del tiempo y adolece de cierto anacronismo. Después de más de cincuenta años la sociedad española ha  evolucionado y cambiado en política, ideas, forma de vida, y mentalidad, hasta el punto de que algunos de los gag cómicos (el anglicismo es intencionado) pueden resultar confusos, cuando no incomprensibles, para nuestros jóvenes actuales situados lejos de aquel contexto histórico. Para los que vivimos esa época  sigue siendo una novela graciosa, que provoca la risa fácil. En ella vemos reflejados aspectos y facetas de un pasado al que no renunciamos pero que tampoco nos mueve a la nostalgia. Mejor no generalizar, es sólo mi opinión personal que se comprenderá mejor valorando la ilustración de la portada del libro.


jueves, 27 de febrero de 2014

LA REBELIÓN DE LOS TÁRTAROS. Thomas de Quincey

Mucho antes de ingresar en la esfera del conocimiento científico, con la adecuada ayuda de Geografía, Arqueología, Epigrafía, y otras muchas ciencias, la Historia nació entre las artes como gemela de la Literatura. No en vano, entre las Musas de la mitología griega, Clío era la diosa que tutelaba por igual a la Epopeya y la Historia. En nuestra lengua, una de las  acepciones de esta última continúa siendo sinónimo de narración. Y más aún, los antiguos grecolatinos, Plutarco y Tito Livio entre otros, incluyeron en sus respectivas historias relatos legendarios procedentes de la poesía épica que terminaron por ser admitidos como fuente histórica. El transvase, a modo de vasos comunicantes, puede dase a la inversa, es decir, desde la Historia a la Literatura. Esto ocurrió con los escritores románticos del XIX, que buscaron y encontraron en aquella la fuente de inspiración de sus novelas históricas, impregnadas a menudo de un fuerte sentimiento nacionalista, iniciado así un subgénero literario muy popular aún en la actualidad.
La novela que comentamos hoy ilustra a la perfección lo antedicho. La rebelión de los tártaros (1837) es un relato corto de Thomas de Quincey (1785-1859) genuino representante del Romanticismo británico, dotado de un estilo muy original que lo distingue entre sus contemporáneos. Según se afirma en el prólogo, el escritor utilizó como fuentes una simple nota a pie de página en La decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon, consultando también un raro libro de los jesuitas y el de un viajero alemán, Benjamin Bergmann. Éstos informaban de forma escueta sobre un hecho histórico; el éxodo,  en 1771, de  300.000 tártaros calmucos desde las riberas del Volga, al norte del Mar Caspio, hasta el noroeste de China en tiempos del emperador Quianlong y  de la zarina Catalina la Grande. Este suceso excitó la curiosidad del autor  que intuyó su potencial dramático, algo que reconoce y explica al principio del relato. El resto lo pone su gran capacidad de fabulación que termina por convertir la emigración de una de tantas tribus nómadas del Asia Central en la epopeya de un pueblo, una tragedia de enormes dimensiones que adorna con su reconocida erudición grecolatina cuando la compara con el Anábasis de Jenofonte, o con la gran epidemia de peste que asoló Atenas en tiempos de Pericles.
         La narración es corta pero muy intensa y contiene todos los personajes e ingredientes típicos de un drama romántico; un pacífico y virtuoso khan de los calmucos, el traidor familiar que lo envidia y aspira a suplantarlo en el poder, conspiraciones y engaños, los abusos y el recelo de la zarina rusa, la generosidad del emperador chino, y la huida de los calmucos hacia el este en un largo viaje de grandes penalidades atravesando estepas heladas, caudalosos ríos, y cálidos desiertos, acosados por tribus rivales de cosacos y kirguices, dejando en el viaje un reguero de víctimas, en su mayoría mujeres, ancianos, y niños. En cuanto al estilo, debemos señalar que el narrador relata los hechos en tercera persona y muestra su empeño por analizar las causas y consecuencias de los mismos como si de una crónica histórica se tratara. Por contra, la hipérbole y la abundancia de calificativos efectistas desmienten esa pretendida veracidad.  Se trata pues de historia convertida en pura ficción, en buena literatura.
         Quiero destacar algún aspecto más, presente en la novela. En concreto el gusto de los  románticos por los ambientes y países exóticos; y no cabe duda de que Rusia y China tenían ese toque orientalista tan atractivo para los escritores occidentales de aquella época. En este caso, el narrador describe con todo lujo de detalles las estepas rusas y los desiertos de Asia. Las referencias  geográficas y los topónimos son  minuciosos, de una sorprendente precisión en un inglés que nunca salió de su isla. Y a pesar de la admiración por lo oriental, De Quincey muestra ciertos detalles que ponen de manifiesto ese orgulloso sentimiento de paternalista superioridad  tan típicos de la mentalidad colonialista británica. Así cuando, sin ocultar sus virtudes, califica a las tribus nómadas como bárbaras y semi-humanizadas, o cuando opina que al huir de los territorios rusos, los calmucos de religión budista perdieron la oportunidad de convertirse al cristianismo.
         Para terminar quiero comentar que esta novela me recuerda mucho a otra muy popular Miguel Strogoff (1876) de Julio Verne. Ambas obras fueron publicadas en prensa, algo corriente en aquella época, y en su temática presentan notables similitudes. Y dado que la obra del escritor francés es posterior a La rebelión de los tártaros, me atrevo a sugerir la posible influencia de ésta última en aquella. Una opinión quizás atrevida para un crítico literario pero disculpable en un simple aficionado a la lectura como yo, sin pretensiones de rigor.

         

lunes, 17 de febrero de 2014

RECUERDOS DE LA GUERRA DE ESPAÑA. George Orwell

No es la primera vez que al glosar la personalidad literaria de George Orwell (1903-1950) intento resaltar su aspecto más auténtico, la decisiva relevancia de la experiencia personal en toda su obra (véase  Rebelión en la granja; agosto-2012). En particular, su paso por España y la participación como reportero y miliciano en nuestra guerra civil le dejó una profunda impresión que reflejó en dos de sus escritos y marcó de forma indirecta otros más. Así, cuando en 1937 fue herido en el frente de Huesca y evacuado de regreso a Inglaterra, publicó un año más tarde Homenaje a Cataluña un relato testimonial donde describe en primera persona, con estilo de crónica periodística, sus vivencias y la vida en la Barcelona republicana durante la inicial etapa revolucionaria hasta las jornadas de mayo del 37, cuando las milicias anarquistas y trotskistas  del  POUM fueron reprimidas y desarticuladas por el gobierno con el apoyo de los estalinistas. No he tenido oportunidad de leerlo aún pero si ha llegado a mis manos  este segundo libro, un ensayo corto publicado tres años después del final de nuestra contienda ya en plena segunda guerra mundial.
         Recuerdos de la guerra de España (1942)  no es solo, como sugiere su título, un relato de anécdotas personales. Alguna se cuenta al principio y sirve para ilustrar las  miserables condiciones de vida en el frente como contraste y desmitificación de esa visión épica de la guerra que tan a menudo ofrece la literatura. En los últimos capítulos se refieren otras que destacan la solidaridad humana en ese ambiente de violencia. Pero en su esencia este ensayo es un conjunto de reflexiones personales de Orwell sobre nuestra guerra civil. En principio no debemos buscar novedades en las mismas. No hay nada que no haya sido analizado sobradamente en multitud de estudios. Lo que  llama la atención aquí es la clarividencia del autor a pesar de su implicación real y emocional en los hechos narrados. Porque a priori consideramos necesario un cierto distanciamiento personal y temporal que aporte la adecuada perspectiva y refuerce la objetividad del análisis histórico, y por esto nos sorprende la penetración y el justo discernimiento en las opiniones del escritor británico a tan solo tres años del final del conflicto bélico.
Las primeras consideraciones de Orwell se dirigen a denunciar las atrocidades de la guerra. Después analiza la manipulación de la verdad histórica no solo por parte de los bandos contendientes sino por los gobiernos, los políticos, y la prensa europea, en función de sus intereses pragmáticos, partidistas o ideológicos. En particular se muestra especialmente crítico con las mentiras interesadas de la prensa británica y de la propaganda nazi-fascista, y también denuncia la cobardía de los intelectuales de izquierda que se limitaron a “ver los toros desde la barrera”. Termina su reflexión mostrando pesimismo por la conservación de la memoria histórica para futuras generaciones cuando la historia escrita por los vencedores prevalezca sobre el testimonio de los testigos. Un pesimismo que a la luz de la actualidad nos parece totalmente justificado.
En España, Orwell asistió tanto a la represión fascista como a la llevada a cabo por los estalinistas y en este ensayo advierte contra los peligros de los totalitarismos de uno y otro signo. Una denuncia que años más tarde mantendría en sus dos novelas más populares, Rebelión en la granja y 1984.  Se analiza también el papel  de las potencias europeas en la guerra española; la cobardía de la no intervención anglo-francesa; la mínima y desconcertante, por contradictoria, ayuda rusa; el decisivo y claro apoyo de Alemania e Italia. Todo lo cual le lleva a decir que “el resultado de la guerra civil española se determinó en Londres, en París, en Roma, en Berlín, pero no en España”. Y a pesar de criticar la desunión de los partidos republicanos, la ineficacia y mala preparación de su ejército, y los abusos y crueldades cometidos por ambos bandos, concluye con dos juicios de valor que en mi opinión mantienen aún su validez; que la legalidad y razón de estado estaba de parte del gobierno republicano. Y que la guerra fue justa en tanto la clase obrera española estaba en su derecho de defender y conquistar la igualdad de oportunidades y la vida digna que el sistema político le había negado hasta entonces.
         El relato se desarrolla en primera persona, con un lenguaje sencillo, directo y mesurado pero con cierto toque de emotividad, y todo esto refuerza en el lector la impresión de  autenticidad, de estar ante otra versión histórica, la del testimonio de un testigo cualificado que no por subjetiva deja de ser veraz y participar de  la objetividad que se supone en los estudios históricos. A fin de cuentas, el concepto de historia es demasiado amplio y nos conviene conservar un moderado escepticismo ante esos criterios que definen el rigor histórico, en todo caso deseables, pero  casi siempre puestos en cuestión en esta ciencia tan contaminada por la literatura y la ficción. En mi opinión estos recuerdos de Orwell merecerían alcanzar en el  futuro el valor y la categoría de fuente histórica.    



martes, 11 de febrero de 2014

WESTWOOD. Stella Gibbons

En alguna ocasión he mencionado las ventajas de la lectura compartida en el marco de los club que la fomentan. Y siempre que me proponen una nueva, como ocurre en este caso, me pregunto sobre los criterios seguidos por  los  organizadores o directores de esta iniciativa a la hora de elaborar el catálogo de libros. Digo esto porque entiendo que el proceso de elección suele tener un claro componente subjetivo relacionado con factores culturales, aficiones, intereses personales, cuando no el puro capricho ocasional. Esta voluntad de elección, ajena a la nuestra, es aceptable o inconveniente según su grado de coincidencia con nuestros propios criterios también subjetivos. En mi caso, debo reconocer que este sistema de lectura preseleccionada ha  resultado en general positivo y me ha permitido descubrir autores desconocidos y estupendos libros, también alguno de escaso nivel literario como rara excepción, y por último unos cuantas obras que te dejan del todo indiferente.
         En mi opinión la novela de hoy pertenece a este último grupo. Su autora es Stella Gibbons (1902-1989), escritora británica de producción literaria relativamente extensa pero sólo conocida por un único título, La hija de Robert Poste (1932) que fue premiado y obtuvo un éxito de ventas que al parecer no rebasó el ámbito de su país. He repasado su biografía y la de su compatriota, la escritora Jane Austen (1775-1817) de la cual la primera se declaró gran admiradora. Resulta pertinente destacarlo porque la protagonista de nuestra novela, Margaret Streggles, presenta unas claras referencias autobiográficas además de estar inspirada en la figura de la escritora decimonónica. El constatar estos paralelismos no es desde luego novedoso, ya en el artículo de The Times que sirve como sinopsis en la contraportada del libro se califica a Stella Gibbons como la Jane Austen del siglo XX  y se describe a la protagonista, de forma algo forzada,  como “de aires janeaustenianos”.
         Westwood (1946) es la historia de una joven de temperamento romántico, interesada por la cultura, condicionada por  algunos prejuicios de clase social, que busca su propia identidad en un mundo ajeno al suyo, que admira e idealiza inicialmente y termina por situar en sus justos términos, en un proceso de madurez que la lleva al progresivo rechazo de estereotipos y a la propia aceptación.
         Desde los primeros capítulos percibimos claramente que no estamos ante una novela de acción sino de personajes y, no obstante, el tratamiento de los mismos carece de profundidad psicológica y nos impresiona como superficial. Es verdad que hubiera sido preferible un narrador en primera persona, quizás la propia protagonista principal, para salvar ese inconveniente y enriquecer el retrato psicológico, en un esquema que todos comprendemos según el cual la visión subjetiva y personal acerca a la emotividad y cala en los sentimientos mientras que  utilizar la tercera persona refuerza la sensación de objetividad y se distancia de la introspección. Ante este dilema, la opción de la escritora por un narrador omnisciente proclama claramente su intención, que no parece otra que mostrarnos unos personajes prototipo enmarcados en sus respectivas clases sociales y en su momento y lugar, es decir, los años cuarenta durante los bombardeos alemanes sobre Londres. En este ambiente encontramos al artista vanidoso, la chica pija, el sirviente fiel hasta el sacrificio, y otros muchos personajes típicos pero relativamente carentes de fuerza y personalidad, en un ambiente que recuerda aquella famosa serie televisiva, Arriba y abajo, cuando contemplamos la rendida admiración de la protagonista hacia los Challis, la glamurosa familia que habita en Westwood. En resumen, pienso que no estamos ante una novela intimista sino ante un simple retrato de época que solo se propone resaltar las supuestas y tópicas virtudes anglosajonas; el carácter flemático, la austeridad y capacidad de organización en tiempos difíciles, la moderación y el amor a la naturaleza, el valor de la educación, etc. Es una visión tradicional de la sociedad británica que, no obstante, anuncia los cambios que la guerra va a provocar principalmente respecto al papel de la mujer. En este sentido la heroína de Gibbons es decimonónica pero se proyecta claramente hacia el siglo XX.
         La novela está bien escrita, con lenguaje sencillo y elegante. Algo excesiva en las descripciones y claramente dirigida al público británico, lo cual obliga a los traductores a continuas anotaciones aclaratorias sobre escritores, artistas, agrupaciones religiosas, políticas, e instituciones de ese país.
En la parte negativa hay que destacar la casi total ausencia de tensión a lo largo de toda la narración. En las últimas cincuenta páginas se  intuye un desenlace que finalmente resulta ser más patético que dramático, incluso rozando lo ridículo. Tampoco parece aceptable, desde una óptica actual, la salida mística y religiosa que recomienda una bondadosa y tradicional anciana como solución a las pulsiones eróticas e intelectuales de la protagonista, que ésta afortunadamente rechaza mostrando al final indicios de sabia madurez que la redime de su juvenil estulticia previa.

         No me parece necesario prolongar este comentario. Creo que a estas alturas he demostrado de forma suficiente una clara disposición para valorar los aspectos positivos de la novela, y me puedo permitir la opinión resumida en esta frase final: Las hay mejores. 

jueves, 6 de febrero de 2014

FROM HELL. Alan Moore/Eddie Campbell

La novela gráfica objeto de este comentario ha sido considerada como la más importante, o de mayor calidad, entre las del guionista británico Alan Moore (1953), reconocido como el gran innovador de este género híbrido de literatura y cómic que se afianzó como tal en la década de los 80 del pasado siglo. Y, aún contando con el favor de la crítica, no parece haber alcanzado la popularidad de otros de sus títulos como V de vendetta ( 1982-87) o Watchmen (1986-87), a pesar de  haber sido llevada al cine como éstos, en una adaptación que, según dicen, guarda escasa fidelidad al original. Debo admitir que tras haber leído la novela comparto la opinión favorable a la misma pero creo comprender los motivos de esa menor aceptación.
         From hell (Desde el infierno) fue realizada y publicada a lo largo de una década (1989-1999), primero en forma de serie integrada por diez capítulos sucesivos y finalmente recopilada en uno sólo volumen. Aunque tiene elementos propios del ensayo, es una obra de ficción que indaga sobre los crímenes de Whitechappel y especula sobre la identidad del misterioso asesino, aún no identificado, conocido como Jack el Destripador, una figura mítica en la historia de la criminología. El interés y morbo suscitado por dichos asesinatos, en el que fue el distrito más empobrecido del East End del Londres victoriano, ha generado abundante literatura y todo tipo de teorías, hasta las más disparatadas, y aún sigue provocando la curiosidad del público. En el epílogo de la novela, el propio guionista ilustra la complejidad que las sucesivas investigaciones y especulaciones han aportado al caso mediante el ejemplo geométrico del llamado copo de nieve de Koch; un triángulo equilátero, inscrito en un círculo, a cuyos lados se van añadiendo otros triángulos hasta que la figura se hace más y más compleja y se convierte en un copo de nieve pero nunca rebasa el círculo. Este último representa los hechos concretos de sobra conocidos, el asesinato de cuatro prostitutas, con ensañamiento que sugiere macabros rituales, en  Whitechappel durante el otoño de 1888.  Esos fueron los hechos reales que nunca pudieron ser aclarados en su motivación ni en su autoría.  

         En From hell, Alan Moore dirige sus sospechas hacia personajes concretos y se inspira en la obra de Stephen KnightJack the Ripper: The Final Solution, pero admite desde el principio la poca credibilidad que le merece, y también reconoce que su intención no fue tanto resolver el enigma de ¿quién lo hizo? sino intentar aclarar ¿qué ocurrió?, es decir, realizar una especie de disección o examen del suceso que pretende evocar la impresión de vivisección anatómica que sugerían los cadáveres de las víctimas. Para conseguir su objetivo, el autor se documentó de forma exhaustiva y esto generó casi cincuenta páginas de notas que intentan aclarar el texto, separando de forma meridiana la ficción de  la realidad y valorando la fiabilidad de las fuentes. Esta prolija anotación es pertinente y necesaria pero al coste de añadir una complejidad tal que exige mucho del lector y lo selecciona, excluyendo a los meros aficionados al cómic tradicional  de más amplia difusión.  La novela  en sí misma es compleja por los continuos saltos temporales y las percepciones oníricas de algunos protagonistas, pero el resultado final es magnífico. Moore despliega ante nosotros toda una panoplia de presuntos implicados tales como el príncipe Eddy, nieto de la reina Victoria, su amigo el pintor Walter Sickert, el médico real Sir William Withey Gull, el inspector  Frederick Abberline. Todos estos personajes históricos se vieron envueltos en una complicada trama que puso de manifiesto aspectos tan atractivamente morbosos como prostitución, prácticas homosexuales, chantajes, razones de estado, conjuras masónicas, sectas y rituales ocultistas, videntes, etc. Todos ellos hábilmente interrelacionados, nos muestran el vivo retrato de un época, el final de la era victoriana, de transición entre dos siglos. En tanto se desarrolla la historia percibimos claramente los cambios de todo tipo que se avecinan, sociales, políticos, e ideológicos. Una impresión que se refuerza cuando intuimos el comienzo de los avances tecnológicos y científicos que anunciarán el nuevo siglo. El autor pretende sin duda evidenciar ese ambiente de transición cuando se aventura a decir que los crímenes de Jack el Destripador señalaron el comienzo efectivo del siglo XX.  

         Se ha dicho también, y estoy de acuerdo, que  la novela trasciende el mero relato de los hechos y  resulta ser además una profunda crítica de la sociedad victoriana, de su injusticia y de sus profundas desigualdades sociales. En el retrato de los ambientes de miseria, delincuencia, y prostitución de los barrios bajos londinenses no se evitan ni las escenas más truculentas de violencia ni las más escabrosas y explícitas de sexo callejero. Este objetivo crítico se refuerza con los dibujos de Eddie Campbell, en blanco y negro, cuando utiliza imágenes con suaves tonos graduales de grises, que recuerdan la técnica de la acuarela, para describir la apacible vida de la sociedad burguesa londinense, en contraste con los dibujos a plumilla con tinta de hollín, a base de rayados y oscuridades, con los que describe los ambientes miserables del East End

         La ilustración de la novela presenta además algunas contradicciones notables. De una parte, los rostros dibujados con rasgos toscos e imprecisos, junto a la multiplicidad de personajes, puede ocasionalmente dificultar el reconocimiento de los mismos. En el resto, es decir, en cuanto a la ambientación, muestra una minuciosa precisión que llega  a la miniatura. En ocasiones un pequeño calendario al fondo, un periódico, un libro abierto con letras diminutas, el letrero de un comercio o un bar, son detalles fundamentales para encuadrar la acción en sus correctas coordenadas temporales y espaciales. Otras veces, un objeto situado en primer plano, aparentemente fuera de contexto, aporta una información importante, directa o simbólica. En particular me ha resultado curiosa la utilización de bocadillos con letra muy pequeña que aumenta de tamaño en sucesivas viñetas para reforzar la sensación de movimiento de dos personajes que se acercan al primer plano  dialogando desde la lejanía.
         Para terminar quiero insistir, se trata de una gran novela, rica en matices pero que demanda por su complejidad un esfuerzo del lector.

jueves, 16 de enero de 2014

LA FUGA DEL MAESTRO TARTINI. Ernesto Pérez Zúñiga

Hace unos meses Ernesto Pérez Zúñiga (1971) vino a Jaén para presentar su última novela. No suelo asistir a este tipo de conferencias de promoción pero en esta ocasión lo hice y no quedé defraudado. Durante la charla y posterior coloquio pude apreciar la identificación del autor con su personaje, la minuciosa indagación en el pasado, su pasión por la música barroca. Todo eso, junto ciertos elementos apenas desvelados de la trama argumental, sin duda estimularon mi curiosidad, el mejor incentivo para iniciar una lectura.
La fuga del maestro Tartini (2013) es una biografía novelada, un subgénero emparentado con la novela histórica. A pesar de mi corta experiencia en este tipo de novela, creo haber identificado algunos rasgos que conforman un cierto patrón al que parecen ajustarse. Por lo general el escritor escoge un personaje histórico que destacó en su época pero que, erosionado por el paso del tiempo, es poco conocido para el público actual. Los datos sobre el mismo suelen ser escasos en los medios de información poco especializados y, no obstante, presenta ciertas peculiaridades biográficas  que lo hacen interesante. Con este material el escritor, tras un proceso de documentación histórica, rellena las lagunas mediante la ficción y lo convierte en protagonista literario pero verosímil. Algo parecido a esos programas de ordenador que, a partir de un cráneo o una momia, pueden reconstruir el aspecto físico y el rostro de un faraón egipcio. Se trata pues de una interesante mezcla de historia y ficción cuyo resultado final puede ser atractivo dependiendo de la maestría del autor. Yo he tenido suerte en esta clase de lecturas y ahora recuerdo con agrado personajes tales como Roger Casement en El sueño del celta (Mario Vargas Llosa), o Pier Francesco Orsini en Bomarzo (Manuel Mujica Láinez).
         El libro que hoy nos ocupa tampoco me ha defraudado. Cuenta la historia del violinista y compositor italiano Giuseppe Tartini (1692-1770). Un músico del  Barroco con una juventud conflictiva y aventurera en la que rechazó la carrera eclesiástica a la que estaba destinado, logró cierta maestría en la esgrima y ejerció como espadachín a sueldo, para terminar desafiando a un cardenal al enamorarse de su amante y casarse con ella en secreto. Después se refugió en la música y  alcanzó fama como violinista y compositor  y, tras recorrer varias ciudades italianas y europeas, terminó su carrera en Padua donde dirigió una importante escuela musical. Su sonata más famosa  es conocida popularmente como El trino del diablo porque dijo haberla compuesto tras un sueño, del que se deducía una especie de pacto fáustico, en el que pidió al demonio que tocara el violín para él. Este personaje rebelde, contradictorio y obsesionado por la perfección, atrajo la atención del escritor decidido a seguir su rastro por los lugares en que vivió y trabajó. El resultado fue un largo periplo por diversas ciudades de Istria, el Véneto, y la Padania, persiguiendo sus huellas en los archivos históricos locales. Este es el sólido armazón que hace verosímil la narración y condiciona una asimilación emocional del autor con su protagonista, tan íntima que ambos terminan por reunirse en la ficción.  Esto se anticipa ya en el mismo título, la fuga, esa pieza musical polifónica, tan típica del barroco, que superpone dos o más voces instrumentales a modo de contrapunto y obtiene mediante el equilibrio la armonía del conjunto.Y en efecto, la estructura narrativa está dividida en dos voces. El protagonista nos habla en primera persona y nos cuenta sus vivencias y sensaciones que redacta de forma cronológica en unas memorias. Al relatarlas utiliza, como es lógico, los pretéritos, pero ocasionalmente usa el tiempo verbal del presente cuando evoca hechos cotidianos o pequeños detalles del pasado, como rescatándolos del fondo de su memoria y volviendo a vivirlos. Al final, cuando el personaje, senil y enfermo, insiste en continuar la redacción, estos cambios de tiempo verbal  son continuos y junto con  las frecuentes digresiones en su línea de razonamiento contribuyen a reforzar la sensación del agotamiento y confusión mental que presagia la muerte próxima. 
         El contrapunto armónico es la  segunda voz narrativa, que se alterna con la primera y está claramente separada e identificada por un asterisco. En principio pertenece al propio escritor, que contempla al personaje desde el presente y desde esta posición  lo analiza y desmitifica pero también lo comprende y comparte sus  emociones,  como si lo creara y destruyera al mismo tiempo. En otras ocasiones esta segunda voz parece identificarse con el diablo y es entonces intemporal. No es aquí la representación moral del mal ni tiene la entidad perversa que le atribuye  la mitología dualista judeocristiana. Es un diablo más próximo, el que todos llevamos dentro, el que representa la rebeldía del ser humano, su insatisfacción y sus frustradas e inútiles ansias de perfección. El que induce al hombre a robar el fuego de los dioses o comer de la fruta del árbol prohibido, a perseguir la sabiduría divina y  fracasar en el intento. Se trata en mi opinión de un juego del escritor que se transforma en personaje y se desdobla en su alter ego diabólico reproduciendo así el pacto fáustico del músico.
         De la mano de estas  voces nos introducimos en la itinerante vida de Tartini en Pirano, Ancona, Asís, Venecia, Praga y Padua, entre otras ciudades. Nos dejamos envolver por la musicalidad del barroco y conocemos a Vivaldi, Albinoni y Corelli. Percibimos un mundo que aun vive la rigidez de la Contrarreforma y el fanatismo de la Inquisición pero se abre ya a los nuevos aires de la Ilustración. Una sociedad cambiante en la que se vislumbra el progreso científico moderno que convive con las antiguas ciencias esotéricas como la alquimia o la astrología.
         La historia está escrita en un estilo y con un lenguaje que se recrea en lo poético, apasionado por momentos, irónico y nostálgico en otros, y siempre intentando reflejar los distintos estados de ánimo del protagonista, sus anhelos, sus obsesiones, y sus pasiones. Empeñado en el detalle cuando se refiere a lugares o ambientes, la basílica de San Antonio en Padua es un ejemplo, pero no tanto con afán meramente descriptivo sino buscando la sensación emocional y estética que provoca en el personaje, que el escritor quiere transmitir al lector. La aventura de Tartini en una noche de carnaval veneciano me parece magistral en este sentido. 

Se podrían comentar aún muchos aspectos de esta obra sin desvelar por eso su argumento pero no quiero pasar de aquí. Me parece una estupenda novela, merecedora  sin duda del premio que ha recibido, pero destinada a un sector de lectores minoritario y por tanto no es previsible  su aparición en los escaparates de superventas.  

lunes, 6 de enero de 2014

LA GANGRENA. Mercedes Salisachs

Mercedes Salisachs (1916) es posiblemente la escritora más longeva de nuestro país. A los 97 años ha completado su larga carrera literaria con la edición de unos cuarenta títulos, con claro predominio de la narrativa, y sin embargo  es  conocida y asociada con solo uno de ellos, La gangrena, su novela más popular, premiada con el Planeta de 1975, superventas de aquella época y quizás la única de las suyas que sigue beneficiada por sucesivas reediciones. Sorprende un tanto la poca repercusión mediática de su obra y el escaso reconocimiento de la misma por la crítica y en los ambientes literarios y académicos. La propia escritora, en alguna entrevista, lo ha justificado en base a su condición social y a ser catalana de nacimiento y residencia pero sentirse española y escribir en castellano, razones, según ella, que  provocan recelo en ambos nacionalismos, el catalán y el español.  La novela que nos ocupa ha  sido mi primer contacto con la obra de esta autora  así que no tengo demasiados elementos de juicio para opinar respecto a las causas de esa relativa minusvaloración, aunque pueda intuir alguna más.
         En cualquier caso  no dudaré en calificar  La gangrena (1975)  como una buena novela histórica. Quizás  esta consideración sorprenda a quienes asocian el subgénero con épocas remotas, pero esa no es la  condición principal de este tipo de novela que se define como una trama con personajes de ficción que viven hechos verídicos, ambientada en un periodo  histórico determinado, y cuyo objetivo principal es mostrar una visión realista de las costumbres, valores, y creencias de una época.  Todas estas premisas se dan en nuestra novela. El personaje principal es Carlos Hondero que nos cuenta en primera persona su historia, a modo de memorias, con el telón de fondo de un periodo histórico de medio siglo que va desde la dictadura de Primo de Rivera hasta casi la muerte de Franco. Las luchas políticas de la República, la Guerra Civil, la posguerra, y la dictadura franquista, sobrepasan el simple marco histórico adquiriendo tal grado de relevancia que a medida que se desarrolla el relato podemos  elaborar una precisa cronología de los hechos que actúan además como condicionantes de la vida y las peripecias del protagonista. El retrato psicológico de Carlos Hondero está muy bien perfilado. Es el de un hombre de humilde origen, inteligente y con ciertos complejos de clase, que apoyado en una enorme ambición está empeñado en sobrevivir y ascender en un ambiente social que en principio le es adverso. Es lo que los anglosajones conocen como self made man, un hombre que se hace a sí mismo y no se para en consideraciones morales para conseguirlo. Su relación con las mujeres es contradictoria y va desde lo platónico a la crueldad, y las que se suceden en su vida son su contrapunto y la guía argumental de la narración.
         La estructura narrativa está dividida en dos planos temporales. El protagonista nos habla  desde un presente lleno de incertidumbre que se insinúa en pocas líneas al principio de cada capítulo, para remontarse después al pasado en un ejercicio de memoria.  Se reproduce así, capítulo a capítulo, el efecto de salto temporal, con el presente como un hilo sutil que mantiene la tensión narrativa en espera del final mientras que lo pretérito evocado sirve para justificar y dar sentido a lo actual, en un juego  cíclico que termina en un final algo forzado y con un breve epílogo, una escena marginal que simboliza precisamente  la rueda de la vida, el eterno retorno.  
         El tema principal de la novela y su principal acierto es el retrato  de la alta sociedad catalana y su evolución con los acontecimientos históricos; desde una aristocracia monárquica, rancia, superficial, y rentista, pasando por  la alta burguesía industrial y financiera, conservadora y liberal con simpatías reformistas y republicanas, hasta la conmoción producida por la guerra y la emergencia de los nuevos ricos aupados por el régimen franquista. También es la ácida crítica de sus lacras, la hipocresía y la doble moral.
         Cambiando de tema. Es de sobra conocido que el grado de relación entre autores y personajes es variable y oscila desde la total identificación, pasado por el distanciamiento objetivo, hasta el rechazo antagónico. En este caso tengo la impresión de que la escritora  se reconoce demasiado en  algunos de ellos y se implica en los hechos relatados diluyendo así el límite entre ficción y realidad, entre la opinión del personaje y la del autor, y siendo la subjetividad inherente al primero resulta una limitación referida al segundo. En este contexto me parece subjetiva y parcial la visión de los conflictos y la represión durante la república y la guerra, que sin duda  parece la propia de la clase social a la que pertenece la escritora. Otra limitación  proviene de la profunda fe religiosa de  ésta, reconocida  y muy respetable,  pero que tiñe la novela de una cierta intención moralizante y a sus personajes de un toque maniqueo. Así las mujeres que pasan por la vida de Carlos Hondero son absolutamente perversas unas, bondadosas otras, y algunas más equivocadas o frustradas  pero refugiadas finalmente de forma salvadora en la religión. De otra parte, cuando el protagonista está sumido en momentos de duda o angustia siempre aparece de forma recurrente un personaje secundario, el padre Celestino, para intentar llevarlo al buen camino, a los auténticos valores morales.
         El balance final es no obstante positivo. La gangrena es una  novela que  merece la pena leer  porque a estas alturas se ha convertido en un clásico de nuestras letras contemporáneas.


miércoles, 27 de noviembre de 2013

FUEGOS CON LIMÓN. Fernando Aramburu

Hay novelas que resultan de difícil encuadre en la variada tipología del género narrativo y ésta que comentamos hoy es una de ellas. Se pudiera clasificar como humorística, autobiográfica, costumbrista, o definir como realista, pero, aunque tiene peculiaridades o elementos de estos tipos o estilos, no se le puede colocar  una etiqueta de forma concreta y absoluta. Como todo  lo inclasificable o distinto tiene la virtud o defecto,  según se entienda, de confundir inicialmente, habituados como estamos a desarrollos argumentales más tradicionales o relatos de mayor tensión narrativa.  Me consta que provoca opiniones contrarias  entre los lectores  y desde luego no fue en su momento un éxito de ventas, pero no se le puede negar cierta originalidad que suscita controversia, y  unos valores que me esforzaré en resaltar.
        Fuegos con limón (1996) fue la primera novela de Fernando Aramburu, filólogo vasco que ejerció como profesor de lengua española en Alemania y tras publicar ésta y alguna otra, además de poesía y cuentos, ha abandonado la docencia para dedicarse a la literatura. Estamos ante una obra de ficción pero con cierto matiz autobiográfico por estar inspirada en algunas de sus experiencias juveniles. Narra la historia de Hilario Goicoechea, hijo de una familia obrera, que comienza relatando en primera persona los recuerdos de su niñez asilvestrada en los suburbios de San Sebastián durante la década gris de los 50, inmerso en un ambiente de pobreza y autoritarismo. Unas duras condiciones de vida que tenían su reflejo en esa crueldad infantil tan típica de entonces, que ejercíamos o soportábamos con naturalidad y ahora nos horroriza cuando la sufren nuestros hijos o nietos. Y retornando al argumento; tras evocar su infancia, el protagonista nos cuenta sus comienzos como universitario y su ingreso en un grupo de estudiantes con vocación de estética surrealista, acontecimientos vividos realmente por el escritor, y supongo que ahí termina el paralelismo autobiográfico porque el personaje de Hilario está dibujado con trazos tan negativos que más bien parece un antihéroe. Es tímido, cobarde, acomplejado, vengativo, e indiferente al sufrimiento ajeno. Ante rasgos tan excesivos bien parece que el autor haya querido convocar sus personales fantasmas de juventud y, mediante una especie de conjuro o exorcismo, reunirlos en este personaje  encerrado en el libro, como un genio esta vez maligno, a la manera de aquel de la lámpara. Conforme avanza la trama narrativa se aprecia un claro contraste entre la dura personalidad del protagonista y sus experiencias y aventuras con el grupo de estudiantes, de una comicidad rayana en lo esperpéntico y relatadas en un tono que recuerda vivamente el estilo cervantino de las Novelas Ejemplares  en lo que parece un claro homenaje a la novela picaresca española. Esta impresión se refuerza mediante la utilización de un lenguaje rico en sinónimos, a veces reunidos en tripletes, y abundantes vocablos y frases del castellano antiguo, ya casi olvidados, que uno de los personajes califica de forma burlesca como  verba arcaica. En medio de este ambiente estudiantil que pretende ser progresista, contracultural, y provocador de la moral burguesa, asistimos a absurdos manifiestos surrealistas, aventuras ridículas, y gamberradas estudiantiles de todo tipo, descritas con un humor agridulce,  hilarante casi siempre, que roza lo escatológico en ocasiones, e incluso puede mostrar tintes crueles.
        Este primer plano de novela humorística es la pantalla tras la que se esconde un segundo plano narrativo, un telón de fondo, menos aparente si se quiere, de estilo claramente realista que remite al ambiente social del País Vasco en aquella época de finales de los 70, con una democracia novata e insegura; un pueblo obligado por necesidad a convivir con la violencia terrorista hasta el punto de considerarla normal; la contraposición de españolismo y nacionalismo; la conflictividad de las relaciones familiares; el ambiente mísero de los barrios marginales; la degradación de amplios sectores del proletariado y clase media, ya afectados por entonces, como ahora, por crisis económicas  (la segunda del petróleo); y otros muchos aspectos que configuran la novela como un auténtico retrato de época. En mi opinión esa voluntad de realismo que trasciende  lo humorístico se hace bien patente en el dramático final.
        En la parte negativa es obligado destacar que la novela hubiera sido igualmente buena con cien páginas menos. Sobran algunas digresiones que parecen destinadas a prolongar innecesariamente la historia. Otras en cambio, como el diario de una de las protagonistas, están más justificadas, en este caso por ofrecer un contrapunto femenino en una historia en la que predomina  el  punto de vista masculino.
En resumen, me parece una buena novela, original y variada en matices aunque no sea del gusto de todos. He disfrutado de sus descripciones y de la intencionada riqueza del lenguaje. Me he reído con las dislocadas experiencias de los protagonistas y, por ser casi de la misma edad del escritor y haber vivido mi juventud en esos años, puedo asegurar que, desprovistas  de su  pátina literaria, tienen viso de realidad, porque viví o presencie algunas en parecidos términos por más que puedan parecer exagerados.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

EL EXTRANJERO. Albert Camus

Este mes de noviembre se cumple el centenario del nacimiento de Albert Camus, filósofo y escritor francés que fue referente intelectual de varias generaciones de europeos durante la década de los 60 y 70 del pasado siglo. Con tal motivo se han prodigado estos días los artículos de prensa que analizan los aspectos más destacados de su obra literaria, su personalidad política, o los elementos más originales de sus concepciones filosóficas. A la efeméride se ha sumado también uno de mis clubs de lectura  promoviendo la de sus dos novelas más representativas, La peste y El extranjero, y esta última me da ahora ocasión para el comentario.
         Albert Camus (1913-1960) tuvo una vida corta pero intensa y polifacética. Fue filósofo por formación y vocación, el periodismo comprometido fue su trabajo y una de su formas de expresión, participó en la resistencia contra los alemanes, político por convicción pero nunca constreñido a las directrices de partido. A menudo nadó contra corriente, así cuando abandonó su militancia comunista, o en su posicionamiento y declaraciones sobre la cruel guerra de Argelia. Su filosofía se tildó de esteticista y los analistas posteriores mantienen una permanente controversia sobre su figura; dicen unos que fue un filósofo que utilizaba la narrativa y el teatro como forma de expresión, y otros lo vieron como un escritor con pretensiones filosóficas. Pero todos coinciden en reconocerle una enorme talla humana y moral, un tenaz individualismo, y su valiente compromiso con la libertad que le llevó a rechazar cualquier forma de autoritarismo político o ideológico. Aunque su humanismo y autoridad intelectual le fue reconocida en vida con la concesión del Nobel de Literatura, su muerte lo introdujo en la esfera de lo mítico gracias a esa virtud que tiene, cuando es prematura y trágica, para fijar  los hechos y las ideas de los hombres en una especie de fama perpetua que nos hace sentirlas contemporáneas, incontestables por ausencia, y de alguna forma liberadas del efecto erosivo del tiempo en la vida humana. Algo así como el mito del héroe siempre joven que tuvo su origen en Aquiles y del cual participaron muchos, desde Alejandro  hasta John Lennon
         El extranjero (1942) fue la primera novela de Camus.  Cuenta la historia de Meursault, un personaje extraño (otra de las acepciones de étranger) o indiferente a la realidad y a la sociedad que le rodea, a la que no comprende ni es comprendido por ella. Tan insensible a todos y a todo que su actitud, de entrada, nos resulta provocadora y rayana en lo psicopatológico. Conforme avanza la lectura comprendemos que estamos ante un prototipo llevado al extremo, un antihéroe que simboliza la angustia vital, la soledad esencial del ser humano, lo absurdo de buscar finalidad o destino a su existencia, en suma, un compendio de las ideas filosóficas del autor. El crimen, sin lógica ni razón, que comete  el protagonista al final de la primera parte constituye un punto de inflexión en el desarrollo argumental. Del estupor que nos produce el sin sentido del personaje, pasamos al asombro ante los elementos absurdos que se ponen de manifiesto en el proceso  de Meursault.  Su condena, que parece merecida  bajo la óptica de la moral natural o religiosa, viene a la postre a resultar absurda e injustificada por estar más fundamentada en la insensibilidad y ateísmo del asesino que en el propio crimen. Al final la muerte aceptada por el protagonista  es lo que, de forma paradójica, da sentido a su existencia.
         El relato es de corta duración y está escrito en un estilo claro, preciso, y austero. En la primera parte el ambiente es plano y un tanto agobiante, destinado a resaltar la insensibilidad del protagonista. En la segunda son las reflexiones del mismo, en torno al proceso y  ejecución de la pena, las que le dan profundidad psicológica y de alguna forma lo redimen.
         Se trata en suma de una estupenda novela filosófica. Su simplicidad es sólo aparente si valoramos superficialmente la trama argumental, y la abundancia en matices la hacen compleja y difícil de  analizar. Resulta en cambio muy adecuada para comentar en los foros de lectura por la controversia que promueve y porque un enfoque múltiple de la misma  sin duda contribuye a enriquecer nuestra propia  opinión. 

                   

domingo, 10 de noviembre de 2013

LA TRAVIATA. Giuseppe Verdi

Mi afición por la música clásica viene de antiguo. Como suele acontecer con los neófitos, comencé por el barroco y desde ahí mis preferencias evolucionaron hacia otros estilos posteriores en un recorrido casi histórico del que he segregado y excluido la moderna atonalidad, un estilo musical que no termino de comprender ni sentir.  La ópera fue otra de mis exclusiones iniciales. Sobre este tipo de música  tuve unos cuantos prejuicios referentes a su carácter elitista y a cierta minusvaloración del canto y la voz humana como instrumentos musicales. Los mantuve durante algún tiempo, con esa tenacidad y osadía tan típica de la ignorancia juvenil, pero los he superado finalmente, y ahora soy un entusiasta de este tipo de representación  por lo que tiene de espectáculo completo que integra música, teatro, coros, danza, y escenografía, en un conjunto armónico y grandioso. Sí aun seguimos imputando a la ópera un cierto elitismo no es en razón de aquellas minorías  aristocráticas, más o menos cultas, que la disfrutaron otrora, sino a la complejidad y altos costes de producción  que tradicionalmente exigieron su representación en los teatros destinados a tal efecto, pocos y de reconocido prestigio, pero  escasamente accesibles para amplios sectores del público aficionado. Por eso es de agradecer la iniciativa de compañías itinerantes que, en sus giras por las provincias, difunden las obras más famosas de la operística y ayudan a mantener la afición al género y renovarla en las nuevas generaciones. Una de éstas es la Compañía Ópera 2001 que  anualmente produce una o dos de estas representaciones y de nuevo ha recalado en nuestra ciudad para ofrecernos una de las obras más famosas del repertorio lírico.
         La Traviata (1853) es quizás la ópera más conocida y popular de Giuseppe Verdi. Y sin embargo su estreno, ese año, en La Fenice de Venecia fue un rotundo fracaso que los críticos actuales justifican por dos razones. En primer lugar el personaje principal de la cortesana libertina, un tema algo escabroso para la hipócrita doble moral burguesa que imperaba en esa época. La segunda razón tiene que ver con una innovación ya que era la primera vez que una ópera de Verdi no estaba basada en grandes hechos del pasado o tragedias teatrales sino en un drama realista ambientado en su propio tiempo, y por tanto con trajes y escenografía contemporánea, y esto al parecer no gustó al público, más acostumbrado a la dramatización histórica.
         En cuanto a la ficha técnica recordaré que se trata de una ópera en tres actos, de dos escenas en el segundo, con libreto de Francesco Maria Piave, el libretista habitual de Verdi. Es una adaptación de la novela La dama de las camelias de Alejandro Dumas (hijo), una obra de transición, romántica por su dramatismo pero realista en su estilo e inspirada además en una relación real de este escritor con una cortesana de París, Marie Duplessis. La pareja de amantes son Armando Duval y Margarita Gautier en la novela, Alfredo Germont y Violeta Valery en la ópera, pero en aquella Armando era el personaje principal mientras que Verdi  se centra en el protagonismo de Violeta por el dramatismo implícito en este personaje. La Traviata es un drama intimista que incide más en las emociones de los personajes y menos en la prostitución y los prejuicios sociales  como ocurre en la novela. Los grandes temas son aquí el amor abnegado llevado hasta el sacrificio, y la muerte como expiación y purificación de la culpa.
         Los tres actos reproducen el habitual planteamiento teatral de exposición, nudo, y desenlace. El primero, que representa la fiesta en la mansión de Violeta (soprano), es el más alegre y brillante, y contiene el popular pasaje del brindis (Libiamo ne' lieti calici ) de Alfredo (tenor) que terminan a dúo los dos cantantes acompañados por el coro. La culminación de este acto llega con el dúo del amor en  el cual, al melodioso y emotivo sólo del tenor declarando su amor se contrapone un canto de coloratura de la soprano para destacar la frivolidad y el marcar distancias de Violeta, hasta que ambas líneas melódicas se unen en el dúo.
         La primera escena del segundo acto constituye el eje dramático de la obra cuando el padre de Alfredo, Giorgio Germont (barítono) exige a Violeta que abandone a su amante y se sacrifique en aras de las convenciones sociales. Se alternan en este acto las arias o solos de barítono y soprano, en un tono que quiere expresar energía y dureza inicial pero que termina por ser emotivo.  La segunda escena, el baile de carnaval, vuelve al tono festivo del inicio, contrapunto y alivio del dramatismo precedente. Los coros y el ballet tienen aquí una notable participación. Luego retorna la tensión con el reencuentro  de los amantes, cuando Alfredo humilla públicamente a Violeta y recibe el rechazo de los invitados y el padre, un dramatismo apoyado en el contraste de las tres voces solistas principales reforzadas con la participación coral. Finalmente en el tercer acto se suceden las arias de la soprano en tono triste y melancólico que presiente el trágico final; la más destacada, addio del pasato, termina con una plegaria en petición a Dios de piedad para la descarriada (la traviata).
         La interpretación de los solistas fue, en mi modesta opinión, bastante buena. Muy sobresaliente en la soprano vasca Ainhona Garmendia que destacó sobre el tenor, cosa normal si se entiende que su papel es el más relevante en esta ópera, y por tanto más propenso al lucimiento. Me llamó la atención la brillante interpretación del barítono italiano Paolo Ruggiero, cantante que resaltó en el segundo acto.
         En fin, “una vez al año…” como se suele decir. Los aficionados a la ópera nos sentimos agradecidos por haberla disfrutado en nuestra ciudad y ansiamos un intervalo temporal algo más reducido entre futuras representaciones, sin llegar desde luego a la coletilla del refrán: “pero es cosa más sana…”. De lo bueno no conviene abusar.