Cuando los teóricos o críticos literarios se
proponen relacionar la biografía de un escritor con su obra, suelen encontrar
en esta última, tanto en el plano conceptual como estilístico, ciertas ideas, temas o impresiones recurrentes. Son la impronta que el autor deja en
sus escritos, el trasunto o reflejo de su educación y formación, de los asuntos
o cosas que lo obsesionan o apasionan, en suma de su propia experiencia
vital. En muchas ocasiones esa especie de
huella queda implícita, sólo aparente y revelada a través de envolturas
simbólicas o analógicas. En otras, por el contrario, la marca subjetiva del
escritor es precisa y explícita, como en el caso que nos ocupa.
Luis García Montero
(1958) es un poeta vocacional, político por compromiso y profesor de Literatura
de profesión, y estos tres aspectos están perfectamente integrados en su
personalidad literaria. En su juventud inició su formación en la Universidad de
Granada, en el ambiente social y político del franquismo tardío, envuelto en
una atmosfera opresiva propiciada por los últimos estertores represivos del caduco
régimen. Desarrolló la mayor parte de su producción poética en la década de los
80 y expuso sus ideas sobre este género en manifiestos y ensayos, con títulos
sugerentes y algo ostentosos tales como poesía de la experiencia o la
nueva sentimentalidad. Dicen los entendidos que estos conceptos expresan la
intención del poeta, que intenta diluir su propia subjetividad en la
experiencia colectiva, y añaden que la poesía del escritor granadino destaca
por su narrativismo histórico-biográfico. No he leído ninguno de sus poemas, pero
puedo añadir que en su narrativa resalta igualmente el componente
autobiográfico y la expresividad poética. No hace mucho que leí sus ensayos en Una
forma de resistencia (2012), y ahora, en esta novela, encuentro de nuevo
esos elementos que al parecer definen toda su obra.
Alguien
dice tu nombre (2013) es una historia de amor. La de un estudiante, con
vocación de escritor, y su iniciación sentimental en brazos de la mujer
madura - la paráfrasis es intencionada, por cierta analogía temática con la
novela de ese título - al tiempo que
descubre la literatura como un medio eficaz para aliviar sus propias tensiones
y ajustar cuentas con la cruda realidad social que le rodea. El protagonista, León
Egea, nos cuenta en primera persona sus experiencias en Granada, durante
el verano de 1963, en las vacaciones de su primer curso de licenciatura. El
trabajo temporal en una editorial le
aporta un mínimo de independencia necesaria para comenzar su personal
maduración, salvando su inseguridad e inexperiencia gracias a Consuelo
Astorga, generosa, serena e independiente, que sabe moderar sus juveniles y
tormentosas emociones y le aporta estabilidad. El ambiente de indiferencia y
resignación predominante en la sociedad granadina de la época, provinciana y
gris, subleva al joven y su rebeldía le induce a escribir su experiencia
durante aquel verano, como una forma de resistencia.
La novela tiene, como ya se ha anticipado, un importante componente autobiográfico. El formato de memorias otorga
al protagonista el papel de narrador y la consecuencia es que el retrato psicológico
del resto de personajes es subjetivo, o dicho de otra forma, son la visión
personal de aquel sobre éstos. Este enfoque tiene trascendencia en el
desarrollo de la trama argumental porque mantiene sobre dichos personajes
cierto punto de indefinición que incita la curiosidad del lector y mantiene su
atención sobre una historia de apariencia sencilla en la que intuimos aspectos
no desvelados, o poco entendidos, que se manifiestan en el sorprendente e imprevisible final que
recuerda un desenlace típico del género
policíaco.
La novela es además un homenaje a la Literatura, en el que se
citan de pasada los escritores y poetas favoritos del escritor, y en ocasiones
el relato sirve de pretexto para evidenciar sus ideas sobre teoría literaria.
Tampoco se puede negar el amor de García Montero por su patria chica, que roza el
chauvinismo narcisista. Las descripciones de Granada y sus
calles son frecuentes y precisas, y a todos los que allí hemos vivido durante algún
tiempo nos hace evocar los paseos por el Salón y las riberas del Genil, los cafés
del Suizo, o la algarabía canora de los gorriones en plaza Trinidad.
En fin, estamos ante una novela
interesante en la que, una vez más, el autor despliega sus principales activos,
estilo sencillo y directo, habilidad con el lenguaje y una contrastada
sensibilidad poética capaz de embellecer los sentimientos y dignificar los
aspectos más prosaicos de la vida.
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