No es la
primera vez que admito haber cambiado de actitud frente a una novela, y ésta es
un ejemplo claro de lo que digo. Cuando
se editó en España, tras haber ganado el Premio Pulitzer en 1981 y
avalada por un notable éxito editorial en Estados Unidos, me apresuré a leerla
y la abandoné aburrido tras las primeras 50 páginas. Ahora la encuentro de
nuevo y, superando recelos del pasado, me ha parecido interesante aunque sigo
sin sumarme al entusiasmo que suscitó en su época. Han pasado los años y quiero
pensar que es la mayor experiencia como
lector lo que ha motivado mi nueva predisposición hacia esta obra, espejo
crítico de la mentalidad norteamericana tan distinta a la nuestra, por más que
el relato esté ambientado en la ciudad de Nueva Orleans que para algunos es la más
latina de aquel gran país.
Es muy conocida la dramática historia
de esta novela y su autor, John
Kennedy Toole (1937-1969), que se suicidó a los 32 años, según parece
tras escribirla y ver cómo era rechazada por los editores. También la obsesiva
insistencia de su madre que consiguió que fuera publicada de forma póstuma una
década después, alcanzando entonces el éxito que se le negó en vida al
malogrado escritor. Su biografía aún suscita controversias y presenta puntos
oscuros. Tuvo una infancia muy protegida por una madre de carácter dominante.
Buen estudiante, se licenció en filología inglesa. Escritor culto y con cierta confusión en sus tendencias
sexuales, terminó por considerarse un fracasado,
darse a la bebida y caer en una profunda depresión. El personaje principal de
su novela presenta notables similitudes biográficas con el escritor por lo que
se ha considerado que es una caricatura de sí mismo, una forma de exorcizar sus
propios fantasmas existenciales.
La
conjura de los necios (1980) narra las desventuras de Ignatius Reilly,
un excéntrico personaje, obeso y
pantagruélico, algo misántropo e inadaptado al tiempo y lugar que le ha tocado
vivir, que sueña con
una revolución anacrónica e imposible que destruya el capitalismo y lo devuelva
a su amada Edad Media. La necesidad apremiante de buscar trabajo lo relaciona
con otros personajes tan esperpénticos como él
y desemboca en todo tipo de
situaciones muy cómicas. Se ha dicho del protagonista que presenta
rasgos de la glotonería de Oliver Hardy, del Quijote por sus
alocadas aventuras, y de un Tomás de Aquino perverso por sus reflexiones
morales.
La trama argumental está narrada en
tercera persona por un narrador que describe las peripecias y los diálogos
entre personajes sin profundizar demasiado en los mismos. En sucesivos
capítulos cortos van entrando en el relato e interactúan entre ellos y con el
protagonista generando todo tipo de disparates hilarantes en una acción lineal
que abandona el tradicional esquema de
exposición, nudo y desenlace, para centrarse en un humor de tipo surrealista, muy próximo al de los
hermanos Marx, que raya en el absurdo. Por lo dicho se pueden comprender
las críticas iniciales de los editores que llegaron a decir que el libro “no
trataba realmente de nada”. En cuanto al humor surrealista es quizás de los
menos entendidos y aceptados, sobre todo si se basa en frecuentes alusiones y
comparaciones con instituciones, lugares, cosas y personajes excesivamente locales. Es normal
que Nueva Orleans, agradecida a esa divulgación de la ciudad y sus
gentes, haya dedicado un monumento a Ignatius Reilly, pero el localismo
del relato no facilita precisamente la lectura.
Lo que trasciende la comicidad de la
novela es un retrato realista y despiadado de la condición humana y una severa crítica de la sociedad
norteamericana. Entre otros muchos aspectos generales se puede destacar el
anticomunismo absurdo y visceral de la población, el racismo sureño, la
incultura y pobreza de la clase media, o la frustrante moral del triunfador. La
crítica mordaz se extiende a los hábitos y costumbres como la comida basura
o la moda de los telepredicadores y también al ámbito de lo político con la
denuncia del maccarthysmo, la corrupción, o la ineficacia policial. En este no dejar títere con cabeza, el
escritor no salva ni a su propio estado y ciudad. Se ríe y desmitifica la
visión idílica del Mississippi que triunfó con las novelas de Mark
Twain, y a Nueva Orleans la considera una ciudad atrasada que solo
vive del turismo, con una población abúlica e indiferente ante el progreso.
En fin, la novela es una sátira ácida y
despiadada de la Norteamérica de los años 60, ambientada en el profundo sur del
país. Esa es en mi opinión la clave de su éxito en los años 80, cuando la
sociedad americana, después del fracaso de Vietnam, era más
propensa a la autocrítica, que no a la autocorrección. La prueba de ese criticar pero no enmendar es que, más de
treinta años después, La conjura de los necios nos sigue pareciendo
actual.
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